Einstein señala en ese texto el “apetito político del poder” que, en su voracidad, se niega a renunciar a ninguna cuota de soberanía y se nutre de intereses económicos, preferentemente –dice– de los fabricantes y traficantes de armas.
Casi un siglo después, esa tesis sigue plenamente vigente. El interrogante para Einstein era la posición pasiva o seguidista de buena parte de la población que, aun sabiendo las penurias que tendría esa guerra para ellos, no se oponían o, al menos, no lo hacían abiertamente.
Él estaba convencido de que la propaganda, a través de las escuelas, la prensa y la iglesia, resultaba clave para esa expansión belicista, asunto que hoy continúa y se prolonga, de manera exponencial, a través de los medios digitales, en los que el gobierno ruso es un experto. La ciberguerra, con sus ataques y bulos, es la prolongación de la guerra por medios digitales.
Einstein se pregunta –y se dirige explícitamente a Freud como conocedor del psiquismo humano– si, además de estas “armas propagandísticas” y de estos intereses lucrativos, no habrá en el ser humano un instinto propio de destrucción.
Las leyes y los dominadores
Freud le contesta, también por carta, unas semanas más tarde, en septiembre de 1932. De entrada, le propone ser más incisivo con el lenguaje y hablar directamente de violencia, en lugar de fuerza.
Los dos habían asistido, como personajes célebres y bien informados, a la creación –impulsada por el presidente norteamericano Thomas Woodrow Wilson– de la Sociedad de Naciones en 1919, tras la primera Gran Guerra. Esa organización internacional proponía el derecho y los lazos comunitarios, libremente consentidos, como freno a cualquier tipo de violencia y ataques entre naciones.
Pero la realidad, marcada por la expansión de la violencia nazi, ya antes de tomar el poder, no dejaba muchas esperanzas en el porvenir de esa solución. Las desigualdades sociales y políticas hacen que las leyes acaben favoreciendo a los dominadores que aspiran a saltarse la ley y ampliar sus territorios para que el derecho finalmente legitime su poder. Los dos pensadores habían captado en Hitler esa ambición y su falta total de escrúpulos morales para contenerla.
Pulsión destructiva
Freud admite la existencia de esa pulsión destructiva a la que aludía Einstein, frente a la cual el amor, reconoce, se revela impotente. En realidad, observa el médico, la diferencia entre amor y odio no es radical, se pasa fácilmente de uno a otro. De allí que años más tarde, otro psicoanalista y lector de Freud, Jacques Lacan, inventara un neologismo: odioenamoramiento, para expresar que no hay amor sin su cuota de odio.
Unos años antes, en 1915, el inventor del psicoanálisis se lamentaba de que la guerra (la primera Gran Guerra mundial) “en la que no creían, había estallado y nadie respetaba los derechos de los prisioneros o de la población civil”. La pulsión de muerte, ese empuje autodestructivo inherente al ser hablante, revela que nada es más humano que el crimen.
El psicoanalista Jacques-Alain Miller desarrolla la tesis que permite introducir lo inhumano en la humanidad misma, como un componente esencial de su psiquismo. Más allá de los casos clínicos de esta humana pulsión destructiva, la realidad cotidiana nos confirma esa tesis. Por ejemplo, cuando consumimos en exceso en busca de un deseado placer; cuando nos dejamos la vida en la carretera por exceso de velocidad camino de la relajada felicidad del descanso semanal o cuando por un supuesto amor, destruimos la vida de los más próximos. La felicidad, diría Freud, no forma parte del software de nuestras vidas o, al menos, incluye una cuota de displacer nada desdeñable.
La respuesta final de Freud a la pregunta inicial de Einstein –y que, podemos hipotetizar, sería la misma que hoy le daría, admitiendo todas las diferencias que convenga entre acontecimientos históricos separados en el tiempo– es, sin duda, la de un pesimista advertido. Aquel que, partiendo de esa realidad psíquica, apela al coraje ético de cada uno y afirma que nos rebelamos contra la guerra porque no podemos hacer otra cosa como pacifistas. La guerra nos produce una “intolerancia constitucional” y no queremos esa destrucción. La pulsión de muerte nunca fue para él un destino fatal, simplemente un punto de partida del que conviene estar advertido para contrariarlo.
Freud mismo no era ajeno a Ucrania, puesto que era hijo de padres judíos procedentes de la región de Galitzia, actualmente Ucrania. Su apuesta por la vida fue radical y eso incluía la cultura: “Todo lo que trabajamos en favor del desarrollo de la cultura irá también contra la guerra”.
José Ramón Ubieto Pardo, Profesor colaborador de los Estudios de Psicología y Ciencias de la Educación. Psicoanalista, UOC - Universitat Oberta de Catalunya
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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