No voy a entrar a valorar ni la procedencia del acto, ni la justificación de la reacción. Tampoco sopesaré si es procedente o no defender así a un ser querido que es agredido, ni tan siquiera la naturaleza presuntamente macarra o no del hecho.
Continuando con la minuciosa tarea de evitar campos resbaladizos, no se me ha pasado por la cabeza meterme en el jardín de plantear si las repercusiones mediáticas habrían sido las mismas si la bofetada la hubiese propinado Jada Pinkett en vez de su marido.
Por continuar siendo cauta, tampoco entraré a valorar escenarios alternativos. Y tampoco reflexionaré sobre las consecuencias que este acto podría haber tenido si hubiese sido protagonizado por una presentadora en vez de un presentador, o si los colores de la piel del agresor/a y agredido/a hubieran sido diferentes a los que han sido.
Y todo ello no lo haré, no porque no me apetezca, que me apetece y mucho, sino porque quiero centrarme exclusivamente en la parte científica del hecho.
Analizaré, pues, lo estrictamente biológico, el concepto de agresividad en el Homo sapiens.
Agresividad, agresión y violencia
Lo primero que habría que aclarar es que estos términos, que normalmente son utilizados como sinónimos, no lo son en absoluto.
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Según Sanmartín Esplugues, la agresividad se puede definir como “una conducta que se presenta de manera automática ante ciertos estímulos, y, por lo mismo, se inhibe ante otros estímulos”.
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Por su parte, la agresión sería algo intencionado, un comportamiento encaminado a hacer daño conscientemente a otro individuo. No obstante, si atendemos a los aspectos considerados por Anderson y Bushman, además de la intención de dañar, la agresión debe incluir dos conocimientos precisos por parte del agresor:
-El conocimiento de que se está infligiendo un daño. Así, se excluirían de las agresiones las circunstancias en las que el sujeto pueda desconocer el efecto nocivo que sus acciones puedan ocasionar sobre el otro.
-El conocimiento de que el receptor querría, en condiciones de poder hacerlo, evitar ese daño. Con esta puntualización, se descarta el daño que pueda generarse en una intervención médica dolorosa o esas complicadas relaciones sadomasoquistas en los que algunos se meten.
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Por último, la violencia buscaría causar daño a los semejantes con fines diferentes a los de la supervivencia. Según la OMS, las causas que desencadenan comportamientos violentos se relacionarían con la venganza, la dominación, el placer sádico o, en menor medida, con la ambición. Este daño, además, no tendría que ser necesariamente físico, sino que se contemplaría también desde las perspectivas verbales, sexuales o económicas.
¿Qué es y qué no es humano?
Según lo que acabamos de definir, la agresividad humana no sería una característica conductual específica del Homo sapiens sino algo compartido por muchas otras especies. Recordemos que los animales tenemos un instinto básico: sobrevivir. Este instinto lo desarrollamos desde el punto de vista tanto del individuo como de la especie (esto es, reproduciéndonos).
Por ello, la agresividad, en este contexto, sería una manifestación de la tendencia natural que todos los animales, ante ciertos estímulos peligrosos para el mantenimiento de nuestra integridad física, presentamos de forma innata para asegurar nuestra supervivencia.
La razón por la que este instinto universal se ha seleccionado en todo tipo de animales es absolutamente darwiniana: aumenta la efectividad biológica de la especie y, por lo tanto, es claramente adaptativa. Como animales que somos, y coincidiendo con las afirmaciones de Anderson y Bushman, los efectos de nuestra agresividad los podríamos controlar y encauzar, pero en ningún momento suprimir.
Por el contrario, y si seguimos ajustándonos a las definiciones anteriores, la agresión, en su primera acepción, sería un comportamiento, si no exclusivamente humano, sí que restringido al ámbito de los primates. Y, si me apuran, al de los póngidos (orangutanes, gorilas, chimpancés y bonobos, además de nosotros mismos).
No obstante, el campo se reduciría mucho más con las puntualizaciones de Anderson y Bushman. Con muy poco margen de error, y a expensas de que futuras investigaciones nos sorprendan con chimpancés con antifaces y látigos, podríamos afirmar que una agresión, como tal, es algo exclusivamente humano.
Agresividad no implica agresión
En síntesis, la diferencia entre agresividad y agresión es que la primera es un impulso interior sólo percibido por el agresor, una señal psicológica para actuar de forma hostil que puede ser reprimida o liberada. Mientras que la segunda es una acción externa que alcanza a la víctima: es el resultado de la liberación del impulso agresivo. Eso implica que la agresión es una consecuencia de la agresividad en todos los casos, pero no siempre la agresividad se sigue de agresión.
Por último, parece haber poca duda en lo que respecta a los comportamientos violentos. La violencia habría que entenderla como una agresividad alterada y modificada por agentes socioculturales relacionados con el aprendizaje y, por lo tanto, influida por la naturaleza del lugar, el momento y la cosmovisión del contexto en que ese individuo se haya desarrollado.
La violencia, a diferencia de la agresividad y la agresión, es siempre innecesaria, morbosa y no responde a razones biológicas de la especie o el taxón. Aún asumiendo que existen formas de cultura en algunas sociedades de póngidos no humanos, éstas son tan rudimentarias comparadas con la nuestra que no tendría sentido hablar de violencia en ellas.
En sentido estricto, pues, la violencia sería una característica exclusiva de la especie humana.
Ahora les toca a ustedes, lectores, decidir si el acto de Will Smith habría que considerarlo agresividad, agresión o violencia.
En cualquier caso… ¡vaya galleta!
A. Victoria de Andrés Fernández, Profesora Titular en el Departamento de Biología Animal, Universidad de Málaga
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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