¿Estamos listos para trabajar solo de lunes a jueves? (los riesgos de seguir el canto de las sirenas)

(Por José-Ignacio Antón, Universidad de SalamancaLas sociedades desarrolladas han venido reduciendo históricamente el tiempo dedicado al trabajo remunerado. Este proceso, posibilitado por el incremento sostenido de la productividad, ha respondido a demandas sociales y a unas preferencias cada vez más marcadas por el ocio. Así, en España, las horas anuales trabajadas por persona ocupada se han reducido más del 75% desde finales del siglo XIX.

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Evolución de las horas anuales de trabajo por ocupado en España, Alemania y Estados Unidos (1870-2017) Elaboración propia a partir de información de Our World in Data

El debate sobre la reducción del tiempo de trabajo adquirió gran relevancia mediática con el establecimiento, hace más de dos décadas, de la jornada de 35 horas por semana por el gobierno socialista francés. En nuestro país, la discusión ha recobrado vigor de la mano tras la propuesta del partido Más País de una semana laboral de 4 días (32 horas).

La actualidad del tema responde a dos razones fundamentales:

  1. Existe una creciente preocupación por el impacto de la tecnología en las oportunidades de empleo.

  2. Toda medida que pueda contribuir a la conciliación de la vida laboral y familiar disfruta de apoyo popular y ocupa un lugar de privilegio en la agenda actual.

Pero una medida de este calado no va a encontrar el camino libre de obstáculos. Hay quienes piensan que, dependiendo de cómo se implemente, los costes laborales se elevarán significativamente. Y también existen temores (fundados) acerca de consecuencias negativas que podría tener sobre el empleo.

La evidencia empírica previa anticipa menos ventajas y más inconvenientes

Lamentablemente, en el acervo académico no contamos con experimentos que nos permitan determinar con precisión el impacto causal de esta medida en el mercado de trabajo.

No obstante, disponemos de abundantes investigaciones basadas en muchas décadas de evidencia histórica, algunos experimentos naturales y un arsenal teórico-analítico considerable.

La reducción del tiempo de trabajo puede provocar efectos de uno u otro signo. Por ello es fundamental abandonar la creencia de que, según convenga, se puede dividir entre los trabajadores una cantidad fija de trabajo, sin variar el salario-hora. Lo cierto es que la regulación puede afectar al coste laboral y a la productividad, haciendo que el volumen total de ocupación cambie.

Discernir el efecto causal de una reducción drástica de la semana laboral dista de ser trivial. Normalmente, las normas legales para reducir la jornada laboral se originan en situaciones económicas y laborales concretas, por ello resulta complejo separar el impacto de la medida del de los factores asociados a ella.

Por ejemplo, las empresas o países más propensos a abordar reducciones del tiempo de trabajo son los más dinámicos y productivos y tienen mayores excedentes económicos. En estos casos, sería incorrecto interpretar un buen desempeño como un resultado del acortamiento de la semana laboral.

Como argumentan sus promotores, una jornada laboral más corta puede generar reducciones en el coste laboral unitario (el porcentaje de la productividad asociada al coste del trabajador). Esto será así en la medida en que existan rendimientos decrecientes en las tareas involucradas, o si la norma redunda en una mejora del bienestar de los empleados (mayor motivación o menores bajas por enfermedad).

Menos horas, igual salario, mayor coste laboral

Desafortunadamente, los efectos adversos de esta medida resultan, al menos, igual de previsibles. Los costes fijos (descansos, tiempos muertos al comienzo y al final de la jornada, reclutamiento, formación…) se harían relevantes al tratar de repartir el trabajo y presionarían al alza los costes laborales unitarios.

El impacto negativo sobre el empleo va a depender de varios factores. El primero de ellos tiene que ver con el salario: los efectos serán más desfavorables cuanto mayor sea la rigidez de las remuneraciones totales y el incremento de los emolumentos por hora.

A menudo, las reducciones de jornada por imperativo legal incluyen garantías sobre el mantenimiento del salario. También esa parece ser la intención en el caso de la semana de 32 horas, lo que equivaldría a un incremento por decreto de un 20% del salario-hora (y, por ende, del coste laboral).

Si bien puede haber mejoras en la situación mental de los trabajadores, tampoco son descartables los efectos negativos. Los posibles aumentos de la intensidad o el ritmo de trabajo (como consecuencia de la racionalización de los horarios), podrían afectar negativamente al bienestar de los empleados (propiciando bajas y peor ambiente laboral).

Efectos colaterales

No hay evidencia sobre el efecto que podría tener esta política laboral en el medio ambiente. No obstante, el reparto del trabajo podría tener buena acogida entre los partidarios de un modelo económico con un rol menos protagonista del crecimiento.

Además, se ha documentado la correlación positiva entre las horas totales trabajadas en una economía y la sostenibilidad ambiental. Pero una potencial reducción en el número de desplazamientos por persona (asociada a una jornada laboral de cuatro días), debería ponerse en relación con su eventual incremento si la población ocupada crece.

Por último, solo es posible especular acerca del impacto de esta medida en la reducción de la brecha de género. La literatura indica que uno de los factores esenciales detrás de las diferencias en remuneración por sexo se vincula a la existencia de largas jornadas laborales, intrínsecas a algunos puestos de trabajo.

Las mujeres, que sufren más obstáculos para conciliar la vida laboral y la familiar, se encuentran infrarrepresentadas en estos nichos laborales. Así, la obligación de reducir el tiempo de trabajo podría favorecer el acceso de las trabajadoras a estos puestos.

El Estado podría apoyar financieramente una política de reducción de la jornada laboral sin reducir el salario por hora. Esta estrategia atenuaría los efectos negativos derivados del incremento del coste laboral. Sin embargo, resulta complicado motivar un subsidio generalizado y a largo plazo de este tipo, salvo que existan claros efectos externos que traspasen las paredes de las empresas, como la mejora de la salud del trabajador o el efecto sobre el medio ambiente.

Al fin y al cabo, si la reducción de la jornada laboral fuese una vía diáfana para potenciar la productividad, cabría preguntarse por qué las estrategias empresariales no contemplan de forma masiva esta herramienta.

Repartir el trabajo no parece una buena solución para crear empleo

La evidencia previa, basada en experiencias como las 35 horas semanales en Francia, apunta, en general, a la ausencia de efectos positivos a largo plazo de esta medida sobre el empleo, con una caída de la productividad, un incremento salarial que no compensa totalmente la reducción de horas (o que, si lo hace, es a costa del empleo), y con resultados poco concluyentes (y diferentes, dependiendo del grupo de trabajadores) sobre el bienestar físico y psicológico de los empleados.

En todo caso, la literatura disponible enfatiza que el reparto del trabajo como vía para crear empleo resulta del todo inapropiado. El caso de Portugal parece señalar que caben las excepciones positivas, pero nuestro conocimiento acerca del impacto de esta política es todavía limitado.

El uso de herramientas analíticas para explorar el impacto de las subidas del salario mínimo van a permitir una aproximación a las consecuencias de esta media. Si no hay ajustes a la baja en el salario por hora, la reducción de la jornada laboral tenderá a ejercer mayor impacto negativo sobre el empleo en un mercado perfectamente competitivo. En cambio, en una situación en la que el empleador goce de mayor poder de mercado la regulación puede, incluso, incrementar el empleo. Lamentablemente, los economistas distan de estar de acuerdo sobre la aplicabilidad de uno u otro modelo a nuestro mercado de trabajo.

Dadas las incertidumbres, resulta muy loable la intención de evaluar esta iniciativa mediante un ensayo aleatorio controlado. Esta herramienta constituye el test de referencia para la evaluación de políticas en la economía actual.

La idea consiste en recabar una muestra de empresas que se presten voluntariamente a participar en el ensayo. La reducción de jornada se implementaría solo en una parte de las compañías (grupo de tratamiento), seleccionada aleatoriamente. El resto de departamentos actuaría como grupo de control, de forma que las diferencias se considerarían consecuencia causal de la medida.

La principal línea roja de este ensayo es el mantenimiento del salario-hora. De otro modo, sería inimaginable encontrar empresas (y plantillas), dispuestas a participar. En cualquier caso, ese coste deberá ser tenido en cuenta a la hora de hacer balance de los resultados.

Método científico para políticas públicas

Con este ensayo se garantiza la evaluación científica y objetiva de los pros y contras de la reducción de la jornada laboral. Resulta paradójico que en un país en el que hay pocos procesos de evaluación rigurosa de las políticas públicas, la intención de realizar este muestreo haya sido recibido con críticas.

Una de ellas, fundamentada, se refiere a la falta de representatividad de la muestra. Indefectiblemente, las empresas participantes serán agentes económicos con una especial sensibilidad y motivación por la organización de los recursos humanos y, eventualmente, por el bienestar de sus empleados.

Si bien estas serían escogidas de forma aleatoria y los resultados obtenidos serían evidentemente causales, no sabemos hasta qué punto podríamos extrapolar sus consecuencias en otra empresa cualquiera. Desafortunadamente, este tipo de problema puede emerger prácticamente en cualquier evaluación en la que el reclutamiento de participantes no pueda ser forzoso.

Otros reparos parecen obedecer a motivos menos claros. Así, por ejemplo, hay quienes invocan la incierta coyuntura económica como obstáculo para este experimento a pequeña escala. Estas consideraciones solo tendrían relevancia en el caso de una extensión del programa, consecuencia directa de los resultados positivos de la experiencia piloto.

Por último, han aparecido voces críticas al coste presupuestario de la medida (50 millones de euros, provenientes de los fondos europeos). Sin embargo, debe recordarse que la implementación de una política cuyos efectos se desconocen supera con creces el coste de una rigurosa evaluación previa. En este sentido, es lamentable que este tipo de práctica sea una excepcional singularidad —y no la norma— entre los responsables del desarrollo de políticas públicas en España.

José-Ignacio Antón, Profesor Titular de Economía, Universidad de Salamanca

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

The Conversation

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