Aunque nos disgusta que nos llamen mentirosos, las estadísticas muestran que mentimos más de lo que pensamos.
Parece que solo hay una clase de verdad pero muchas categorías de mentiras. Se habla de mentiras piadosas cuando se engaña para intentar evitar un mal. De medias verdades para ilustrar las afirmaciones equívocas. De una gran mentira para enfatizar la escala e impacto de un embuste. De embrollo, referido a los juegos del lenguaje ideados para despistar. De paparruchas para desechar las mentiras ingeniosas. Y hay muchas otras clases de falsedades, con sus propios significados agravantes o atenuantes.
“Expresión o manifestación contraria a lo que se sabe, se piensa o se siente”.
Esa es la primera acepción de la palabra mentira en el Diccionario de la Real Academia Española. Mentir implica, por tanto, una cierta intencionalidad.
Mintiendo cada dos por tres
La profusión de términos para designar las mentiras manifiesta la astucia de los humanos pero también un asiduo comportamiento mendaz. Un conocido estudio del psicólogo norteamericano Robert S. Feldman muestra que las personas mienten de media dos o tres veces cada 10 minutos cuando hablan.
El dato es chocante, porque quizás no somos plenamente conscientes de este proceder. Las razones de este comportamiento son variadas:
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La necesidad de expresar la autoestima o de ser reconocido por el grupo.
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La tendencia a evitar conflictos (especialmente en el trabajo).
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El deseo de tener razón, de proyectar solvencia o de manipular a otras personas para alcanzar nuestros objetivos.
Contrariamente a la creencia de que la infancia es inocente, los resultados de la investigación empírica revelan que los humanos comenzamos a desarrollar nuestra capacidad para engañar desde la temprana edad de los seis meses. Las circunstancias del entorno, la educación y el ejemplo que proyectan los mayores son determinantes para evitar acabar siendo un mentiroso compulsivo, una patología presente en defraudadores y estafadores.
Mienten todos
Algunos tienden a pensar que el hábito de mentir es una cuestión cultural, más usual por ejemplo en contextos latinos que en anglosajones. Disiento de esta opinión, basado en mi experiencia sobre comportamientos análogos, como por ejemplo el plagio o la copia en el ámbito académico, donde la incidencia es semejante con independencia de los orígenes culturales.
Pienso que la divergencia no se da en la frecuencia del comportamiento, sino en el reproche social o desaprobación moral que reciben estas conductas. En Estados Unidos o Reino Unido, la comprobación de que un político ha mentido es causa suficiente para presentar la dimisión. Al menos así lo era en el pasado: recordemos el proceso por impeachment al presidente Bill Clinton por haber mentido sobre sus relaciones extramaritales con una becaria.
En otros países, sin embargo, los votantes muestran mayor indulgencia ante enredos personales. Por otro lado, el empleo de la mentira en política es tan extenso y descarado que se estudia en los ámbitos de la filosofía política y la sociología.
La investigación empírica revela que la mayoría de la gente no cuenta con la habilidad para darse cuenta de que alguien le está mintiendo: se estima que solo se reconocen un 50 % de los engaños.
No parece probado, pues, el conocido refrán que dice “antes se pilla a un mentiroso que a un cojo”. Los entendidos explican que es más sencillo identificar al mendaz por el lenguaje no verbal: gestos, tics faciales o eludir la mirada del otro son algunas pautas características del mentiroso.
Filosofía y mentira
Aunque la mentira sea patrón de nuestro comportamiento, los filósofos no han dejado de reprobarla desde la perspectiva moral, la mayoría con matices. Platón, por ejemplo, justificaba la ocultación de la verdad cuando resultaba en beneficio público. Un planteamiento parecido formuló siglos después John Stuart Mill, como aplicación del utilitarismo: determinadas mentiras pueden cobrar sentido cuando benefician al máximo número de personas.
Immanuel Kant, sin embargo, fue taxativo en su condena de cualquier tipo de mentira, exponiendo un argumento que ha sido motivo generalizado de chanza. Explica que el mandato de decir la verdad es tan categórico que incluso si llamara a la puerta de nuestra casa un asesino, con la intención de matar a uno de sus habitantes, no se debería mentir diciendo que su potencial víctima no está.
No obstante, el ejemplo contradice lo que haría cualquier persona bienintencionada, especialmente si queremos salvar vidas. De hecho, tras la Segunda Guerra Mundial, se aludió a la perversidad intrínseca del planteamiento kantiano, en referencia a los registros nazis de casas en las que se refugiaban ciudadanos judíos.
Algunos analistas de la obra de Kant han intentado explicar el significado que el filósofo quería dar a su afirmación. Benjamin Constant, un filósofo británico que debatió con Kant sobre el tema, arrojaba sentido común sobre el dilema, ilustrando el desatino del imperativo categórico kantiano:
“El principio moral que establece que ‘es un deber decir la verdad’, si se toma de forma incondicional, puede impedir que funcione la sociedad (…) Decir la verdad es un deber solo cuando otra persona tiene el derecho a saber la verdad. Pero nadie cuenta con ese derecho si existe un daño a terceros”.
Las claves acerca del deber de veracidad las proporciona Constant en el pasaje anterior. Así, existe la obligación de decir la verdad cuando se dan dos condiciones:
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La contraparte tiene derecho a saberla.
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No hay daño a terceros.
Y se podría incluir también cuando no hay daños propios.
Veamos dos entornos distintos donde sería aplicable este planteamiento: el contexto privado de las relaciones personales, y el entorno laboral, donde me referiré fundamentalmente a la empresa.
Mentiras y verdades en las relaciones personales
Un lugar común en muchas películas norteamericanas contemporáneas que tratan de desengaños amorosos es el desenlace con la ruptura de la pareja: el engaño se considera traición y razón suficiente para la disolución del vínculo.
La tesis detrás de esta narrativa moralizante es que en las relaciones de amor o amistad la sinceridad y la transparencia proactiva, mutua y exhaustiva es un requisito para la estabilidad. La cuestión central no es el mantenimiento de la lealtad, sino la comunicación de cualquier deslealtad, de forma completa y puntual.
En muchos de esos filmes, el desenlace es la ruptura pese a que el adúltero confeso, de ambos géneros, manifiesta su contrición y propósito de enmienda. La razón es que la parte ofendida considera que la mentira es razón suficiente para concluir la relación, con independencia de los sentimientos, la conveniencia o la autenticidad del arrepentimiento.
Como patrón narrativo me parece una sobrerreacción no concorde con la prosaica realidad. En muchas parejas, siempre que haya respeto y perdure el cariño, se produce la reconciliación.
Al contrario que ahora, en los 60 y 70 del siglo pasado el libertinaje era comportamiento habitual entre los personajes de la pantalla grande. Por eso sorprende el cambio de la literatura cinematográfica, aunque posiblemente sea acorde a los tiempos.
Pienso que practicar el perdón nos eleva y también nos hace más humanos. En la actualidad, mentir en las relaciones personales, o el adulterio, no es delito en la mayoría de las democracias.
Más allá del deber de lealtad y sinceridad en las relaciones personales, pienso que tenemos un derecho a preservar un espacio de intimidad personal, incluso con la pareja. Posiblemente sea requisito para la subsistencia de la misma relación, y también de una legítima autonomía propia.
El engaño en el entorno empresarial
En el entorno empresarial, los directivos tienen un especial deber de sinceridad con sus accionistas, ya que actúan como representantes fiduciarios de su inversión. Por ello, la responsabilidad por engaño en este ámbito se suele elevar a fraude o estafa, con consecuencias no solo morales o deontológicas, sino también legales.
Otra cuestión más discutible es el deber de veracidad puntual y completa con otros stakeholders, tanto internos (empleados) como externos (proveedores, clientes, competidores). Indudablemente, la mentira deliberada a los clientes puede tener consecuencias legales, pero me pregunto si existe un deber de proceder con una transparencia completa y puntual, algo que trataré en detalle en otro artículo, y que cuestiono.
Sun Tzu, uno de los maestros que han inspirado la estrategia militar y empresarial, afirmaba que “toda guerra se basa en el engaño”. En su obra El arte de la guerra explica cómo los ardides incluyen maniobras falsas, ataques fingidos, órdenes de batalla artificiosas y la creación de indicaciones aparentes de fuerza y debilidad en los intentos de influir sobre las acciones del enemigo.
Un ejemplo paradigmático de una concepción estirada de la realidad, de los límites entre lo verdadero y lo imaginable, lo proporciona Steve Jobs, cofundador de Apple e icono de la innovación. Bud Tribble, el ingeniero jefe de software de la empresa, describía cómo Jobs creaba un campo de distorsión de la realidad, un término tomado de la película de ciencia ficción Star Trek: “En su presencia, la realidad era maleable. Podía convencer a cualquiera de prácticamente cualquier cosa. Esto desaparecía cuando no estaba él, pero era difícil hacer planes realistas”.
La intransigencia de Jobs tenía un objetivo muy simple: hacer que su gente produjera el mejor producto posible y, a veces, esto significaba cumplir con fechas que parecían imposibles o comprobar varias veces la información y los datos en busca de la perfección.
La supremacía de la sinceridad
Conviene pasar a formular algunas conclusiones:
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Ser sincero es la estrategia dominante a largo plazo, es el comportamiento que garantiza el respeto de los demás.
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La confianza basada en la franqueza de las relaciones es la base del comercio y de la actividad empresarial.
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El paradigma del dilema del prisionero muestra cómo la cooperación sistemática es la estrategia preferible para todas las partes en un horizonte temporal amplio.
No obstante, el contexto empresarial tiene semejanzas con los entornos de juego, donde la simulación, la recreación y los ardides son aceptados y practicados, especialmente si la rivalidad es fuerte, algo que resulta en innovación y beneficios agregados para el mercado.
La mentira a sabiendas y con daño a terceros es reprochable moralmente y, en muchos casos, punible. No obstante, hay una amplia gama de situaciones y circunstancias donde es conveniente ponderar el grado de veracidad o de ocultamiento que puede emplearse de manera justificable.
En suma, aunque las mentiras palmarias son deplorables, como sucede con otras situaciones interpersonales, hay muchos matices relevantes antes de concluir que una conducta es embustera.
Como decía Oscar Wilde: “La verdad es pocas veces pura y nunca simple”.
Para un análisis más pormenorizado del tema, puede consultar la definición de mentira del diccionario en línea de filosofía de la Universidad de Stanford. Un excelente manual práctico, con múltiples contribuciones, sobre el concepto de mentira y su aplicación a distintos ámbitos, es The Oxford Handbook of Lying.
Una versión de este artículo fue publicada originalmente en LinkedIn.
Santiago Iñiguez de Onzoño, Presidente IE University, IE University
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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