Por qué no deberíamos adoptar medidas punitivas contra los no vacunados

(Por Celia Díaz Catalán, Universidad Complutense de MadridLas navidades a las puertas y nos encontramos en una situación complicada: la incidencia acumulada ha superado con creces los 400 casos por cada 100 000 habitantes y la ocupación en las UCI va también en aumento. Con un escenario en el que las celebraciones ya están en marcha, nos invade el miedo y las preguntas al pensar en los días marcados en que nos juntaremos (¿nos juntaremos?) también con las personas más vulnerables.

En lo que va de curso había recibido tan solo noticias de un par de estudiantes universitarios que debían confinarse, solo uno por positivo. Esta última semana he recibido el certificado de positivo de más de diez. No pretendo hacer generalizaciones, pero sí llamar la atención sobre cuánto nos hemos relajado con la prevención.

Con las altas tasas de vacunación que hemos alcanzado no esperábamos vernos de nuevo así y, como cabe esperar, asistimos a diferentes demandas de la población y, lo que es más cuestionable, a muy diferentes medidas de los 17+1 gobiernos.

Por un lado, tenemos miedo de que vuelvan las terribles cifras de enfermos y de fallecimientos que nos acompañaron demasiado tiempo.

Por otro lado, ya hay un agotamiento general por todos los esfuerzos que llevamos a cuestas tratando de acabar con la pandemia. No es extraño que, en esas, tratemos de buscar culpables –quienes no se han querido vacunar– y castigarles. Que sean ellos quienes carguen con todo: que se queden en casa, o que paguen sus gastos sanitarios.

¿Funcionan las medidas punitivas para frenar la covid-19?

Hemos visto que en toda Europa y cada vez en más comunidades autónomas se están poniendo en marcha medidas que obligan a ponerse las vacunas contra la covid-19 para poder ejercer la libertad de movimientos. Pero ¿funciona esto?

En un estudio reciente publicado en la revista The Lancet se mostraba el efecto que ha tenido la obligatoriedad del certificado de la vacuna covid-19 en diferentes países.

Los resultados señalan que la vacunación se incrementaba desde los 20 días previos a la puesta en marcha de la medida hasta los 40 días de la misma.

No obstante, esto solo sucede en los países que tenían bajas tasas de vacunación como Francia, pero dejaba sin efectos a Alemania y Dinamarca, donde las tasas están en la media.

Algo parecido ha sucedido en Cataluña. Desde que la última semana de noviembre se anunciara la implantación del certificado covid para entrar en bares, restaurantes, gimnasios y residencias se duplicaron las primeras y segundas dosis de vacuna.

Sin embargo, este efecto ha decaído rápidamente.

Celebremos el éxito de la campaña de vacunación

¿Qué podemos aprender de estos datos? En primer lugar, que estas medidas punitivas no son eficaces en contextos como el nuestro, con el 90 % de la población diana vacunada, y pueden tener efectos muy negativos.

En segundo lugar, darnos cuenta de que tenemos suerte de haber llegado a este dilema casi un año después de que Araceli fuera la primera española en ser vacunada.

O, más que suerte, tenemos que reconocer que hemos hecho algunas cosas bastante bien. Se ha hablado mucho de cuál ha sido el éxito de la sociedad española para alcanzar esas cifras y, desde luego, no es sencillo ni unívoco.

Es cierto que partíamos de un buen fermento en confianza vacunal, pero esta solo estaba dirigida a las infantiles. No se da en la misma medida con vacunas como la de la gripe. Tampoco podemos olvidar ahora que en julio de 2020 solo un tercio de la población estaba dispuesta a ponerse la vacuna.

Una vez pasado, todo parece más fácil, pero lo cierto es que los inicios de la vacuna fueron momentos muy delicados, marcados por miedos, grandes cantidades de incertidumbre y desconfianza, con unas voces contrarias a las que se les daba demasiado volumen. Por eso, necesitamos celebrar el éxito de la estrategia de vacunación. Desde el inicio se ha dirigido a las personas más vulnerables y a quienes se consideraban vectores importantes de contagio. Según han aumentado las dosis se ha abierto a otros grupos poblacionales.

Su acogida ha sido tan buena porque, en general, se ha hecho una buena información de la vacuna: se ha mostrado el balance de riesgos y beneficios, actualizándolo con la llegada de más datos.

Expertos de diferentes disciplinas y representantes de las comunidades autónomas se han reunido periódicamente para tomar decisiones basadas en evidencias, no solo médicas. Con la divulgación de las evidencias científicas y también con el aumento de experiencias cercanas se han ido desvelando algunas incógnitas que generaban suspicacias con las vacunas.

Esta es la vía, aunque sea más lenta que un zasca o un castigo al revirado que, si bien a veces nos permiten cierto alivio personal, no nos llevan a construir sociedad. Lo que más quiero destacar es que el principal motivo por el que nos hemos vacunado ha sido el de proteger a las personas queridas, más vulnerables. Permítanme que me regodee en un objetivo tan noble y cohesionador.

La hora de las ciencias sociales

Lo que hemos visto hasta ahora con la implantación de las medidas punitivas en relación con la vacuna covid-19 es que movilizan a algunos rezagados que se han dejado llevar por la complacencia (“como ya se han vacunado casi todos, no hace falta que me vacune yo”). Sin embargo, no soluciona los dos problemas más graves: ni el contagio ni las reticencias vacunales (fuertes). Además, añade no pocos problemas sociales a la bolsa.

Estas medidas nos llevan sin remedio a escenarios distópicos en los que se condicionan los movimientos de las personas en función de su pertenencia a clubes determinados. Eso es algo que a casi nadie nos gusta, más allá de tener las vacunas correspondientes puestas. A donde nos llevan estas medidas es a fuertes movilizaciones y no estoy tan segura de que acuda solo la gente sin vacunar.

Perdemos absolutamente la confianza de las personas con reticencias y perdemos también la confianza que se ha ido tejiendo en nuestras instituciones en estos últimos complicados tiempos.

Es necesario destacar los efectos positivos que han resultado de esta catastrófica pandemia y la gestión que se ha hecho. En otras palabras, todo aquello que ha mostrado un fermento de cohesión en nuestra sociedad que, como en cualquier sociedad avanzada –fragmentada– se encuentra en un equilibrio inestable, fácil de derribar. Pero que, no obstante, ha supuesto un recurso de gran valor para la recuperación hasta esta parte del camino.

Esa cohesión, entendida como una mayor orientación hacia el bien común, un sentido de pertenencia a la sociedad (en sus facetas micro y macro) y la fortaleza de las relaciones sociales que nos mueven a hacer cosas que no nos gustan tanto por su bien. Por eso no podemos perder de vista este recurso y es importante que, antes de tomar medidas punitivas o de otro tipo, veamos cómo afectan a esa cohesión social.

Celia Díaz Catalán, Doctora en Sociología y profesora en el Departamento de Sociología: Método, Teoría y Comunicación, Universidad Complutense de Madrid

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

The Conversation

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