Entre las escasas cuestiones seguras figura que Merkel dejará de dirigir el gobierno federal tras 16 años. Por otra parte, la cuestión de su sucesor está totalmente abierta, como lo está también la del partido que aglutinará más votos y la combinación de partidos que sustentará el próximo Gobierno de coalición.
Algunos de estos interrogantes desaparecerán la noche del domingo electoral; otras, en las semanas y meses posteriores hasta la toma de posesión del nuevo ejecutivo, que puede demorarse hasta Navidad o incluso hasta la entrada del nuevo año.
El ciclo electoral nos deja, frente a las incógnitas, también una serie de certezas destacables. Tres de ellas despuntan por asombrosas y porque rompen con patrones habituales del juego político alemán:
Merkel, impermeable al desgaste
Angela Merkel es un fenómeno político que ha resultado prácticamente impermeable al desgaste. Matizando, habría que decir que ha acuciado las consecuencias de decisiones políticas controvertidas solo puntualmente, pero no coyuntural o sistémicamente.
Tras cuatro mandatos y la gestión de múltiples crisis graves y complejas –la crisis financiera, la del euro, la de la deuda, la de Grecia, la de refugiados, la de covid-19…– goza de un prestigio en máximos históricos hasta el punto de liderar el ranking de popularidad del conjunto de los políticos alemanes.
La causa principal reside en su personalidad y carácter más que en sus decisiones políticas; en su manera de interpretar el interés nacional y de ejercer el poder. Con un enfoque realista, a veces posibilista, pero siempre basado en un sólido conjunto de principios y valores, se agotaba en labrar consensos políticos en torno a posiciones centristas que propiciaran a Alemania –y a Europa– estabilidad y perspectivas sostenibles de progreso.
Lo que como programa y método de gobierno agradaba a los alemanes estuvo acompasado en las formas por un estilo personal sereno a la vez que empático, muy ajustado al gusto del pueblo germano, que aborrece el teatrillo político, las voces alzadas o las salidas de tono. Y, a diferencia de algunos de sus predecesores, nadie en la República Federal –incluyendo a sus más admirables adversarios políticos– ha dudado jamás de la integridad moral de una persona percibida enteramente al servicio del interés común.
Resumiendo, Merkel era –y sigue siendo– una líder que los alemanes sienten digna de su confianza. La imagen de credibilidad y fiabilidad de la grande dame de la política alemana se proyecta asimismo más allá de su propio país. Una reciente encuesta del European Council of Foreign Relations la revela como persona predilecta de los europeos para ocupar un hipotético cargo de presidenta de la Unión Europea. No se recuerda en la historia política reciente de nuestro continente un caso análogo en el que el poder no desgasta al que lo tiene, sino al que no lo tiene.
Los alemanes ya no votarán a su partido de siempre
La segunda certeza es que el elector germano está abandonando el voto por afinidad ideológica a un partido para votar a las personas. Se trata, por supuesto, de una tendencia también observable en otros países europeos. Sin embargo, estas elecciones al Bundestag revisten la particularidad, de gran alcance y graves consecuencias para el resultado electoral, de que la constelación de las cabezas de lista, en cierto sentido, ha “forzado” al electorado a romper con la inercia del voto casi automático a su partido de siempre.
La decisión a favor de Armin Laschet como candidato a la cancillería por parte de la CDU ha sido muy tardía. Si la víspera de su nominación el partido de centroderecha contaba con una intención de voto del 34 %, en los escasamente seis meses que han pasado ha llegado a perder prácticamente la mitad.
Como presidente del Gobierno de Renania del Norte-Westfalia, Laschet se había caracterizado por centrista, amable y buen gestor. Sin embargo, en la carrera a la presidencia del partido y a la nominación como cabeza de lista no fue capaz de disimular su ambición de poder, lo que inspira desconfianza al elector medio germano.
La gestión errática de la crisis de la covid-19 en su estado federado, con posicionamientos al son de los veredictos que las encuestas arrojaban en términos de respaldo de las medidas restrictivas por parte de la población, sumaban tanto al deterioro de su imagen como los penosos errores de comunicación e imagen durante las inundaciones que azotaron una parte de Alemania el pasado verano. A tres días de las elecciones, Laschet es el político peor valorado de Alemania, a años luz de la popularidad de su correligionaria Angela Merkel.
Gracias a esa mala imagen del candidato conservador, el socialdemócrata Olaf Scholz brilla más de lo que su personalidad tranquila –aburrida para muchos– hacía esperar. En cierta medida, el aspirante por el SPD consigue aunar en su persona –no tanto por mérito propio, sino por debilidad de sus contrincantes– los rasgos distintivos de la canciller saliente: eficaz gestor, sereno y poco emocional, pero dedicado en alma y cuerpo al interés común.
Si menos del 30 % del electorado considera que Laschet reúne las capacidades para ejercer de canciller, más de dos terceras partes confían en la aptitud de Scholz para el cargo. Scholz, vicecanciller con Merkel, se sitúa así como su heredero natural. Si la CDU quedase finalmente detrás del SPD (en estos momentos los sondeos la dan una desventaja de entre 3 y 5 puntos) no será porque los alemanes quieran castigar la gestión del Gobierno saliente, ni porque rechazasen el programa electoral conservador. La responsabilidad la tendrá el error histórico de proponer al candidato menos idóneo posible.
Una tercera realidad relevante que nos brindan las elecciones tiene un cariz preocupante con miras al futuro. Tradicionalmente, los gobiernos de la República Federal habían contado no solo con el respaldo de una mayoría parlamentaria, sino también con un amplio respaldo social.
Rechazo a cualquier gobierno de coalición
En septiembre de 2021, ninguna de las opciones de gobiernos tripartitos que resultan más probables suma más apoyo que rechazo entre el pueblo alemán. Dicho de otra manera, por el momento los alemanes rechazan mayoritariamente cualquier gobierno de coalición matemáticamente posible. La suma de las izquierdas (socialdemócratas, verdes y comunistas) estaría apoyada por el 27 % frente a un 56 % que lo repudia.
Las variantes Jamaica y semáforo –la conjunción de verdes y liberales, liderados bien por los democristianos o bien por el SPD– no pasan de una aprobación del 30 % y del 37 %, respectivamente, al tiempo que son rehusadas por el 52 % y el 39 % de los votantes. Una reedición de la gran coalición queda prácticamente excluida, pues es rechazada por una mayoría amplísima.
La construcción del próximo Gobierno alemán no solo requerirá capacidad de negociación entre los partidos para conformar una mayoría parlamentaria en torno a suficientes elementos programáticos en común que sustente un proyecto legislativo a la altura de los retos que afronta Alemania en los próximos cuatro años. El escenario de escepticismo popular en relación al futuro ejecutivo requiere afrontar seriamente la difícil pero imprescindible tarea de convocar al pueblo a renovar su confianza en el gobierno federal y de unir tras él a una mayoría importante.
La historia alemana del siglo XX ha dejado claro que la fortaleza del Gobierno alemán, y con ello su capacidad de gobernar el país y de jugar un papel activo y constructivo en el continente europeo, depende del apoyo que recibe en las urnas, pero también de la identificación del pueblo alemán con aquellos que lo lideran.
José Manuel Sáenz Rotko, Profesor Propio del Departamento de Relaciones Internacionales, Universidad Pontificia Comillas
This article is republished from The Conversation under a Creative Commons license. Read the original article.
Tu opinión enriquece este artículo: