El desarrollo científico y tecnológico de los últimos 60 años ha permitido incrementar la eficacia de los sistemas productivos, proceso conocido como intensificación. Esto ha posibilitado que la oferta de alimentos sea suficiente, amplia y asequible económicamente para la mayoría de la población mundial.
Respecto a la evolución del mercado en estas décadas, es interesante resaltar que el gasto medio familiar en alimentos ha descendido en España desde más del 50 % de su presupuesto hasta aproximadamente el 14 %.
El sistema agroalimentario español
Por sus condiciones climáticas, la ubicación y la capacidad y buen hacer de sus profesionales, el sector agroalimentario es especialmente pujante en España desde su incorporación a la Unión Europea en 1986. Supone un referente en la producción de alimentos, con un elevado potencial para convertirse en la huerta y granja de Europa.
Actualmente, el sector agroalimentario es uno de los principales motores económicos de España, con un elevado impacto en el comercio exterior, y es uno de los que más empleo genera (11,9 %). Se encuentra repartido por todo el territorio nacional, por lo que desempeña un papel esencial en la fijación de la población rural.
La cadena de valor agroalimentaria (producción, industria y distribución) aporta el 9,1 % del valor añadido bruto. Además, a nivel europeo, el sector agroalimentario español destaca por su productividad y competitividad (34,2 % y 30 % superior a la media de la Unión Europea, respectivamente). Cabe añadir que el sector agroalimentario contribuye de forma más o menos directa al desarrollo del turismo gastronómico, la restauración y al avance científico y tecnológico en este área.
Una prueba de la eficacia de nuestro sistema agroalimentario es su capacidad de responder a situaciones de crisis. Conviene recordar que en el periodo de confinamiento durante la pandemia de la covid-19, ha mantenido un abastecimiento ininterrumpido de todos los tipos de alimentos, cosa que no ha ocurrido en algunos países de nuestro entorno. Además, en 2020, las exportaciones de este sector se incrementaron en un 4,4 % mientras que la exportación general cayó un 10,3 %.
Precios justos y accesibles
En una sociedad cada vez más desvinculada del medio rural, existe un desconocimiento generalizado de cómo se producen los alimentos de origen animal. Los sistemas de producción intensivos surgieron para satisfacer la alta demanda de alimento de una población mal nutrida, específicamente en los estratos sociales más desfavorecidos.
Lo que algunas personas entienden como agricultura y ganadería tradicional disminuyó drásticamente, hasta casi desaparecer, hace más de cuatro décadas por razones económicas, demográficas y de bienestar de la población rural. De hecho, el 80-90 % de los productos que consumimos actualmente proceden de la agricultura y ganadería intensivas. Esto es debido, en parte, a la falta de precios justos y a los altos costes de producción, lo que ha dificultado la supervivencia de las granjas familiares y ha favorecido la implantación de sistemas de producción más eficientes.
Es preciso aclarar que en la legislación española y comunitaria no existe el término “macrogranja”. La RAE ni siquiera lo contempla. Por analogía, es un término que se asocia a la producción intensiva y a granjas de gran tamaño, sin especificar el número de animales.
En la ganadería, como en cualquier otra actividad económica, la producción a gran escala permite reducir costes. Optimiza recursos humanos y de abastecimiento de materias primas, con sus ventajas e inconvenientes.
Por una parte, no puede discutirse el efecto que tiene la producción intensiva en la reducción de los precios. De forma generalizada, en todo el mundo, las granjas más pequeñas son menos competitivas y por ello su número es cada vez más reducido.
Mientras que los costes del pienso para los animales, la energía eléctrica, el agua y los combustibles han aumentado considerablemente, el precio de la carne se ha mantenido estable desde la década de 1980, gracias al avance de los sistemas de producción intensiva. Esto ha permitido que la carne, como alimento de alto valor nutritivo, sea accesible a todos los sectores sociales de España.
Hasta la primera mitad del siglo XX, el hambre y la subnutrición afectaban a más del 50 % de la población mundial. En la actualidad la subalimentación supone menos del 11 %. La mejora de la accesibilidad a alimentos de elevado valor nutritivo se refleja en la reducción de la incidencia de déficits nutricionales y el aumento de indicadores asociados a la salud (como la talla media y la longevidad).
Sistemas de producción y calidad de la carne
Calidad es un concepto amplio que en los alimentos abarca distintos aspectos. Así, hablamos de calidad sensorial, nutritiva y microbiológica. En el caso de la carne, un alimento complejo constituido por diversos tejidos, la calidad está condicionada por diversos factores como la especie, la raza y el sexo del animal, el sistema de producción, la alimentación y sus interacciones.
La definición más extendida de calidad de la carne se centra en la percepción objetiva y subjetiva de su composición (relación magro-grasa-tejido conjuntivo) y de sus propiedades sensoriales (aspecto, color y brillo, aroma, sabor, dureza y jugosidad). Sin embargo, más allá de la percepción directa del consumidor, hay otros aspectos que se relacionan con la calidad nutritiva y la seguridad.
Desde el punto de vista nutritivo, la carne, al igual que otros alimentos de origen animal, es una excelente fuente de proteínas con un gran valor biológico y de vitaminas (especialmente B6 y B12) y minerales esenciales (fundamentalmente hierro, zinc, magnesio, potasio, fósforo y selenio).
La cantidad de proteína en la carne puede variar entre un 12 % y un 20 % en función de la especie, de la región anatómica y de la edad del animal. En general, los animales criados en explotaciones intensivas tienden a presentar una carne de composición más homogénea, con menos engrasamiento, especialmente de grasa infiltrada en el músculo. Por tanto, tiene un mayor porcentaje de proteínas, es decir, es una carne más magra que la procedente de la cría en extensivo.
Un conocido ejemplo es la carne de los cerdos ibéricos criados en extensivo o semiextensivo. Las características de la raza, así como el ejercicio y la mayor edad de los animales, confieren un mayor grado de infiltración de grasa, que además es más insaturada, con la consiguiente repercusión en la calidad sensorial y nutritiva. Por su parte, el cerdo de capa blanca procedente de producciones en intensivo proporciona en general una carne más magra y una grasa más saturada, con menores matices sápidos y aromáticos, pero igualmente nutritiva.
Es indudable que las condiciones de cría influyen en la calidad de la carne. Un animal estresado o mal alimentado tendrá un menor índice de crecimiento y una carne más magra y menos jugosa. Los factores estresantes se pueden dar en todos los sistemas de producción. Sin embargo, los veterinarios, de acuerdo con la legislación vigente, velan por que las condiciones sean las adecuadas a lo largo de toda la vida del animal.
Regulación sanitaria
Toda la ganadería en España, independientemente del sistema de producción, está sometida a estrictos controles sanitarios en el ámbito de la legislación de la Unión Europea y de la estrategia De la granja a la mesa, el Pacto Verde Europeo y la iniciativa Una Sola Salud.
Los veterinarios también llevan a cabo las inspecciones pertinentes para garantizar que al mercado llegue carne segura para la salud del consumidor, es decir, procedente de animales sanos, sin enfermedades transmisibles a los humanos y sin sustancias nocivas.
En España existe un Plan Nacional de Investigación de Residuos cuyo objetivo es controlar la presencia de distintas sustancias (antibióticos y otros medicamentos, plaguicidas, metales pesados y otros contaminantes ambientales) en animales vivos y sus productos, y en aguas residuales y piensos. Este plan es de obligado cumplimiento en todas las instalaciones ganaderas.
La comercialización de la carne y sus productos derivados se rige por el Plan Nacional de Control de la Cadena Alimentaria, coordinado y aprobado, entre otros, por la Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición (AESAN), organismo adscrito al Ministerio de Consumo.
Competitividad en el mercado internacional
Además de la ganadería intensiva, y aunque minoritarios, en España conviven otros tipos de producción: ecológica, extensiva, semiintensiva y familiar intensiva de pequeño tamaño. Es el país con mayor superficie de agricultura ecológica de Europa y ocupa el cuarto puesto a nivel mundial. Esta ganadería, que está enfocada a un mercado de mayor poder adquisitivo, es también un sector vigoroso y de incuestionable valor porque está directamente relacionado con la gastronomía, la biodiversidad, la tradición y la vida rural.
En su conjunto, la ganadería española tiene una gran potencia exportadora y tiene, en la calidad de sus producciones, su mayor valor. En 2020, la cadena ganadería- industria cárnica aportó 8 680 millones de euros de exportaciones a la balanza comercial de España y un saldo positivo del 799 %, que contribuyen a paliar el tradicional déficit comercial de nuestro país.
En los países exportadores de carne, las granjas tienden a ser cada vez de mayor tamaño. Ello permite una producción más homogénea y continua, a precios más competitivos y con mayor tecnificación. Resulta difícil competir en el complicado mercado internacional con granjas de pequeño tamaño para exportar carne a países de gran demanda como China, uno de los principales destinos de los productos españoles.
En este sentido, es interesante señalar que la dimensión media de las granjas españolas es actualmente más pequeña que en la mayor parte de los países competidores en el comercio internacional.
¿Deberían prohibirse las granjas grandes?
Los principales perjudicados por la prohibición de cualquier sistema que permita un menor coste de producción son los consumidores de menor poder adquisitivo. En segundo lugar, y en el caso de la producción animal, serían los ganaderos afectados y el sector cárnico en su conjunto los que perderían competitividad en el mercado internacional, y por extensión la economía del país.
Una producción basada exclusivamente en sistemas extensivos supondría que los procesos productivos serían, en muchos casos, más largos (se tardaría más tiempo, por ejemplo, en que un animal alcanzase el peso comercial) y los rendimientos disminuirían (por ejemplo, la producción de huevos por gallina y año sería mucho menor).
Todo lo anterior implicaría que la oferta global de alimentos se reduciría frente a una demanda, como mínimo, estabilizada. Esto provocaría situaciones de escasez y desabastecimiento, con la consiguiente subida de los precios. Este incremento de los precios afectaría fundamentalmente a las familias más desfavorecidas económicamente, que no tendrían, en muchas ocasiones, acceso a alimentos de elevada calidad nutritiva como los de origen animal.
Para paliar esta situación habría que recurrir a la importación de productos más baratos procedentes de otros países más competitivos en precio (por tener salarios más bajos y normativas sanitarias y de bienestar animal menos exigentes que las europeas), pero con menores garantías de cumplir los requisitos de calidad adecuados.
No sería la primera vez que se prohíba o dificulte la producción de un cierto alimento, pero al mismo tiempo se autorice la importación de ese mismo producto procedente de otro país. Desgraciadamente hay muchos ejemplos en ese sentido que explican en buena medida la dificultad que encuentra el sector agroalimentario español para competir, un factor parcialmente responsable de la despoblación rural.
¿Desaparecerá la producción tradicional?
En un mercado competitivo, para que las granjas pequeñas puedan sobrevivir y competir, es preciso que la sociedad valore y demande sus productos. Un aspecto clave es la diferenciación del mercado. Si la producción llega al mercado sin diferenciación y no existe promoción de ningún tipo, solo la eficiencia (el precio) importa, y esto impulsa el incremento de granjas de mayor tamaño.
Se necesita, por tanto, una política agroalimentaria continuada y activa, orientada a la mejora de la tecnificación de todos los sistemas de producción (también de los pequeños), de los canales de comercialización y promoción de los productos y al desarrollo de sistemas de trazabilidad. Es decir, una promoción y orientación del consumo.
En estos principios se basa la Política Agraria Común, que tiene muchos aspectos manifiestamente mejorables en su implementación, pero debería ser el centro de atención de las políticas agrarias y de consumo. Se trata de potenciar y valorizar lo artesano y tradicional, consiguiendo que los consumidores de nivel adquisitivo medio acepten pagar más de 60-70 céntimos por un litro de leche o más de 10 céntimos por un huevo.
La falta de estructuración del mercado es un aspecto clave para el sector agroalimentario español que obliga a los agricultores y ganaderos a competir en un entorno internacional con países que tienen costes de producción mucho más bajos. Este es el reto conjunto que debería abordarse y coordinarse desde los correspondientes ministerios.
María Arias Álvarez, Profesora del Dpto. Producción Animal, Facultad de Veterinaria, Universidad Complutense de Madrid; Clemente López Bote, Catedrático de Veterinaria, Universidad Complutense de Madrid; Felipe José Calahorra Fernández, Profesor de Economía Agraria, Universidad Complutense de Madrid; Manuela Fernández Álvarez, Profesora Titular de Tecnología de los Alimentos, Universidad Complutense de Madrid y María Isabel Cambero Rodríguez, Catedrática de Tecnología de los Alimentos, Universidad Complutense de Madrid
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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