En su último libro, Racionalidad, Steven Pinker, profesor en la universidad de Harvard, se pregunta: ¿qué le pasa a la gente? ¿Por qué actuamos a veces de una manera que otros consideran abiertamente irracional? Entender qué hay detrás de estos comportamientos, que nos hacen dudar del grado de racionalidad de los seres humanos, no es sencillo.
Pinker descarta por simplistas tres explicaciones con amplio arraigo popular.
La primera es que los innumerables errores que cometemos al razonar en situaciones abstractas, no cotidianas, puedan dar cuenta por sí solos de la aparente irracionalidad humana.
En segundo lugar, descarta que las redes sociales, instrumentos excelentes para la propagación de noticias falsas, bulos y todo tipo de teorías sin fundamento, sean los verdaderos responsables del fenómeno. Son personas, no algoritmos, las que crean estas historias y es a personas a quienes van dirigidas.
Por último, tampoco sirve pensar que los irracionales son los otros. La conducta de grandes colectivos, como los votantes de Trump y los antivacunas, no puede ser atribuida sin más a la irracionalidad de sus miembros como se tiene la tentación de hacer desde posiciones contrarias.
¿Cuáles son las claves de los comportamientos irracionales?
Pinker sugiere tres tipos de sesgos cognitivos como responsables principales.
El primero surge cuando las personas rechazan una secuencia de razonamientos porque les conduce a una conclusión que no les gusta. Muchos individuos hacen acopio de recursos retóricos para alcanzar la conclusión a la que quieren llegar, haciendo gala de lo que se denomina un razonamiento motivado. Nuestra evolución cognitiva nos ha llevado a ser abogados intuitivos para influir en las decisiones que toma nuestro grupo.
El segundo es el sesgo de mi lado, que lleva a que los individuos sean mucho más sensibles a los argumentos del grupo con el que se identifican y se opongan a los de los grupos rivales. Pinker sugiere que una causa de este sesgo es el intento de evitar el rechazo del grupo con el que uno se identifica, pero se olvida de enfatizar el bienestar que experimentamos cuando nos sentimos aceptados por el mismo.
El tercer sesgo nace de la existencia de dos tipos de creencias: unas sobre el mundo real y comprobable y otras sobre aspectos del mundo alejados de la experiencia inmediata, de carácter mitológico. La mentalidad realista permite que las personas se relacionen con su entorno, intentando contrastar y validar sus convicciones.
La mitología produce creencias que trabajan como relatos cuya función es construir una realidad social que cohesione al grupo y le confiera un propósito moral. Lo importante de estas creencias no es si son verdaderas o falsas, sino la función social que ejercen. El impacto de esa mentalidad mitológica es fácilmente reconocible en la importancia que poseen las religiones o los mitos nacionales en el mundo actual.
Evolución cultural y racionalidad
Pinker maneja una concepción de la racionalidad que se sitúa en el ámbito de la adecuación entre medios y fines y en la imposibilidad de establecer tales fines por medios racionales. Dicho de otro modo, el mundo de los fines pertenece a una esfera valorativa o axiomática que no puede ser fundada en la racionalidad misma.
Sin embargo, esta concepción instrumental que utiliza se enfrenta a un hecho incuestionable: la unidad entre medios y fines que anida en el sentido común humano. Cuando las personas juzgan como irracionales los actos cometidos por otros se refieren, a menudo, a que consideran absurdos los fines que persiguen.
Esta dificultad de separar medios y fines proviene de nuestros orígenes evolutivos como organismos culturales. La transformación del aprendizaje social de nuestros antepasados homininos en un sistema de transmisión cultural acumulativo como el humano requirió que nuestros ancestros desarrollaran la capacidad de orientar el aprendizaje de la descendencia mediante la aprobación /desaprobación de la conducta filial, una forma básica de enseñanza, a la que denominamos enseñanza assessor.
Los niños han desarrollado mecanismos psicológicos que les hacen emocionalmente receptivos a la aprobación y a la censura ajenas, de manera que asocian lo apropiado o inapropiado de una conducta con las emociones de agrado o desagrado que genera su aceptación o rechazo.
La evidencia sugiere que los humanos nos hemos hecho sensibles no sólo a los consejos parentales, sino también a la opinión de aquellas personas que apreciamos, de modo que somos proclives a considerar verdadero, bueno o bello aquello que nos transmiten como tal.
Censura y bienestar condicionan la racionalidad
De este modo, las orientaciones adquieren una dimensión de veracidad y corrección objetivas, sean o no contrastables. Esa sensación de verdad lleva a considerar en muchas ocasiones irracional y moralmente indeseable al individuo que se aparta de las recomendaciones a seguir.
Cualquier movimiento social es difícil de explicar sin esa doble mirada: la censura que sufren las personas que disienten del movimiento y la alegría que experimentan sus seguidores al compartir una acción colectiva. Es un precio que pagamos por disponer de una psicología que ha evolucionado para la cultura.
La ilustración ha sido capaz de crear instituciones y normas de funcionamiento que han permitido un uso riguroso de nuestra capacidad racional para investigar el mundo y para ordenar la vida social.
Pinker defiende, por ello, el valor de la racionalidad y sostiene que, en Occidente, se ha producido una reducción de la mentalidad mitológica frente a la realista. Sin embargo, esa apreciación resulta optimista: la cultura ilustrada, como cualquier otra, se transmite en clave mitológica, de manera que la mayor parte de las personas asumen los valores ilustrados y los avances de la ciencia con la convicción de un creyente.
Este artículo ha sido escrito en colaboración con Miguel Ángel Castro, filósofo y doctor en Antropología Social.
Laureano Castro, Profesor Tutor Biología, UNED - Universidad Nacional de Educación a Distancia and Miguel Angel Toro Ibáñez, Professor Animal Breeding, Universidad Politécnica de Madrid (UPM)
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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