Sin duda, la comunicación política mediante redes sociales profundiza en la personalización y polarización políticas, llevando a los liderazgos al centro de la escena pública. Pero los hiperliderazgos más expuestos públicamente y con más poder se desgastan más pronto. Así se ha revelado recientemente en el caso de diversos líderes españoles: Albert Rivera, Pablo Iglesias y Pablo Casado.
No obstante, es detrás y en torno a las primeras figuras políticas donde se piensa y elabora la política y las políticas públicas. Porque armar una visión política ajustada al contexto que pretende liderarse no es tarea sencilla ni exclusiva del líder o lideresa.
Los liderazgos encarnan la imagen pública de esa visión, pero nunca son sus únicos valedores. Tony Blair fue un símbolo de la Tercera Vía a finales de los años noventa, pero esta también tenía sus patrocinadores intelectuales más allá del primero (Anthony Giddens, Amartya Sen, etc.).
Los equipos pueden decir más del líder que él mismo
Pocas veces quienes estudian el liderazgo político se centran en el análisis de los equipos conformados entre y por los líderes públicos. Tales equipos pueden decir más del líder que lo que este es capaz de exteriorizar con sus palabras y acciones. Muy posiblemente quienes lideran pueden conocerse mucho mejor por sus hechos y acciones que por sus retóricas. Estas, muchas veces, derivan en narrativas para envolver a grupos de electores muy específicos. Y quizá tales narrativas no nos dejen ver el “bosque del líder” en su amplia dimensión.
Por ello, es importante conocer bien a las personas de confianza que rodean al líder en su vida pública diaria; aquellas personas a las que el líder o la lideresa consultan habitualmente, personas con quienes comparten o reparten las funciones del proceso político, personas que comparecen en situaciones de crisis e incertidumbre, etc.
Centrándose en la política nacional española de las primeras tres décadas democráticas (1977-2004), resulta pertinente reflexionar sobre lo que puede denominarse el “enigma de los presidentes” para así indagar en las potencialidades e inconvenientes del liderazgo en equipo. Dicho enigma plantea una pregunta central para quien ocupa la presidencia: ¿cómo mantener el poder sin desgastarse mucho y con ministros autónomos en sus respectivas áreas?
Liderazgo coral en la transición española
Sin entrar a valorar el proceso de transición democrática en España, pues no viene al caso, es evidente que este se desplegó mediante un liderazgo coral. Así, el rey Juan Carlos, Torcuato Fernández-Miranda, Adolfo Suárez, Manuel Fraga, Felipe González y Santiago Carrillo tuvieron un papel central. Pero cada uno de ellos se apoyó y acompañó de otras personas para mantenerse en el poder durante algún tiempo y así llevar a cabo los acuerdos clave (Ley para la Reforma Política, Pactos de la Moncloa, Constitución Española de 1978) que favorecieron la implantación y consolidación democráticas.
Por ejemplo, durante los primeros años de la democracia reinstaurada, Adolfo Suárez se apoyó no solo en el monarca y en Fernández-Miranda, sino muy principalmente en sus ministros más relevantes, a partir de 1977. Gracias, en buena medida, a Enrique Fuentes Quintana se pudieron establecer los referidos Pactos de la Moncloa en la legislatura constituyente.
Por su parte, González ejerció un liderazgo relevante en la Transición debido a la colaboración de Gregorio Peces-Barba y de Alfonso Guerra.
El presidente Leopoldo Calvo-Sotelo (1981-1982) conformó un equipo de numerosos ministros que ya lo fueron con Suárez (Juan Antonio García Díez, Jaime García Añoveros, Jaime Lamo de Espinosa, Rodolfo Martín Villa, José Pedro Pérez-Llorca, Alberto Oliart Saussol, etc.), así como de políticos que serían ministros y/o altos cargos en otros gobiernos posteriores (Francisco Fernández-Ordóñez, Rafael Arias-Salgado, Eduardo Serra, Soledad Becerril, etc.). Así, en el ejecutivo de transición de Calvo-Sotelo es notoria la continuidad de los equipos en las áreas de Economía y Defensa.
El primer Gobierno del presidente González (1982-1986), pese a contar con una mayoría absoluta histórica, es un paradigma de liderazgo en equipo en la política económica. Además, hubo varios ministros, nombrados en 1982 por González, que se mantuvieron en el Gobierno hasta los años noventa. Recordemos las figuras de Narcís Serra, Carlos Solchaga o Javier Solana. En torno a ellos se configuraron “núcleos ministeriales” con gran capacidad de maniobra, desde los años ochenta. Tales núcleos soportaron, en parte, el ineludible desgate del referido presidente, a partir de su segundo mandato.
El primer Gobierno del presidente Aznar (1996-2000) recabó el apoyo de investidura de una mayoría parlamentaria que aportó estabilidad al Ejecutivo, agotando los cuatro años de legislatura. Este Ejecutivo fue apoyado por Convergència i Unió, Partido Nacionalista Vasco y Coalición Canaria. Pese a que estuvo formado por un solo partido en minoría (Partido Popular), gozó de gran estabilidad. El contexto y el equipo de ministros contribuyeron a la misma; varios de ellos (Javier Arenas, Francisco Álvarez-Cascos, Mariano Rajoy, Rodrigo Rato) prolongaron su permanencia más allá de este primer gobierno.
Inconvenientes de concentrar poder en torno al presidente
Sin embargo, concentrar mucho poder en torno al presidente del Gobierno tiene más inconvenientes que ventajas para mantenerse en la presidencia. Así pareció suceder en el cuarto gobierno de González (1993-1996) y en el segundo mandato de Aznar (2000-2004). Ambos presidentes, en su último periodo, parecían estar “aislados” en la Moncloa y, si bien disponían de equipos, estos estaban claramente debilitados o eran equipos poco autónomos y con escasa capacidad de maniobra con respecto a la figura presidencial.
La capacidad de maniobra de los ministros respecto al presidente es fundamental. Una sociedad compleja requiere liderazgos públicos en distintos niveles, empezando por el Gobierno y siguiendo por las diversas instituciones dependientes de este. Un liderazgo coral, acertadamente coordinado y utilizando prudentemente el poder institucional, es una ventaja para quienes lideran, pero una virtud difícil de mantener .
Por contra, utilizar las instituciones de forma imprudente y hacer depender casi todo el poder político del presidente (presidencialización) parece desaconsejable, incluso con mayoría absoluta.
José-Francisco Jiménez-Díaz, Profesor Titular de Ciencia Política y de la Administración, Universidad Pablo de Olavide and Santiago Delgado Fernández, Profesor titular Ciencia Política, Universidad de Granada
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.