Pese a la Gran Recesión que arrancó a finales de 2007 y la crisis súbita de la covid-19, los españoles utilizamos en 2021 el doble de gasóleos que en 1990, pero solo algo más de la mitad de gasolina. Somos más adictos al gasóleo que a la gasolina: la mayoría de automóviles, camiones y autobuses, algunos de los trenes, la flota pesquera, los tractores y otros vehículos agrícolas emplean gasóleos.
El transporte (sumando también el queroseno de aviación) representa cerca del 70 % de todo el consumo de productos petroleros en España desde 2015, con una caída considerable a consecuencia de la covid-19 en 2020.
Pese a la sensación de crisis petrolera, lo cierto es que lo único que está en máximos históricos son los precios al consumidor de gasolina y diésel, pero no el precio del petróleo crudo. Solo un estrangulamiento en el refino o la distribución podría justificar ese desajuste. Pero de esto no se habla.
Es difícil comprender por qué se produce este alza de los derivados del petróleo justo ahora cuando los precios del petróleo crudo en los mercados internacionales están lejos de los máximos que se marcaron en 2008, e incluso siguen por debajo de los precios que se marcaron desde 2011 a finales de 2014.
Reminiscencias de una crisis pasada
Puestos en modo crisis energética, la respuesta por la que ha optado el Gobierno es la de subvencionarnos a todos, sin distinción, para llenar el depósito. Así, los que más consumen reciben más subvención que el resto. Estos ejercicios recuerdan a los que ya padecimos en la crisis del petróleo hace 40 años, a los que acabo de dedicar un capítulo escrito con Beatriz Muñoz Delgado en el libro Economía en Transición: del tardofranquismo a la democracia.
El blindaje del mercado interno ante la primera subida de los precios internacionales del petróleo en 1973-1974 fue, además de atípico en el contexto europeo, un blindaje asimétrico. En realidad, era una respuesta que encajaba bien con lo que había sido la política económica de la dictadura: los que tenían acceso al Consejo de Ministros consiguieron más y mejor protección que el resto.
Las consecuencias a largo plazo son bien conocidas. En lugar de disminuir el consumo de energía total y por unidad de PIB (intensidad energética), que fue la pauta general entre los países occidentales, en España aumentaron.
Tampoco contribuyeron a la moderación en el consumo las subvenciones (directas e indirectas) otorgadas a sectores afectados por el aumento de los precios en base a criterios económicos y sociales: el sector de la pesca, por ejemplo, obtuvo créditos extraordinarios por un valor acumulado de casi 10 000 millones de pesetas para subvencionar los suministros de gasoil y fueloil de manera continuada durante los años 1974 y 1977.
En medio de un escenario de subidas generalizadas, aunque asimétricas y controladas, se rebajó un solo precio: el del fueloil para centrales térmicas. Las empresas eléctricas, agrupadas en UNESA, seguían incrementado su consumo de fueloil: en 1975 quemaban casi el doble de fueloil que en 1970 para producción de electricidad. Durante esos años la industria autóctona no emprendió ninguna reconversión seria para ahorrar energía.
Aprender de la historia
La brecha abierta en la primera crisis del petróleo entre los precios aplicados en el mercado español y los precios internacionales del petróleo se mantenía abierta cuando, en 1979, la segunda crisis golpeó a la incipiente democracia.
Si durante el primer shock petrolero fueron las gasolinas las que menos resguardo obtuvieron, y el gasoil y el fueloil industriales fueron los más protegidos, después de 1980 se invirtió esa tendencia. Los precios de los principales productos petrolíferos usados por el sector industrial se elevaron más deprisa que los de las gasolinas, en un intento de armonizarlos con el precio real que se pagaba por el petróleo en los mercados internacionales.
En 1982, el precio del fueloil triplicaba el precio que tenía en 1979 en España, y continuó su escalada hasta prácticamente cuadruplicarse en 1985. Mientras, las gasolinas, que tenían parte del camino hecho, apenas duplicaron su precio, y comenzaron a caer en términos nominales a partir de 1982.
El impacto se tradujo en un fortísimo ajuste del sector industrial durante la primera mitad de los 80. El mismo sector industrial que había estado al abrigo de la protección estatal durante la primera crisis del petróleo.
Tal vez deberíamos aprender algo de la historia. Proteger sectores enteros esperando a que escampe sin preparar el futuro –por doloroso que sea– no es una buena receta.
Proclamar la electrificación del transporte no es compatible con subvencionar urbi et orbi los combustibles. Cada consumidor que retrasa la decisión de cambiar su vehículo a uno eléctrico porque le sigue saliendo a cuenta llenar el depósito representa múltiples cargas para la economía española, tanto en la balanza de pagos del petróleo importado como en las emisiones de CO?.
El mismo esfuerzo fiscal en subvencionar el cambio a vehículos de gas, de hidrógeno, híbridos o puramente eléctricos nos colocaría mejor ante el futuro al que aspiramos. Pero seguimos pidiendo “dame más gasoil”.
Una versión de este artículo fue publicada por la autora en el blog De qué vais? #LosEconomistas.
Mar Rubio Varas, Catedrática de Historia e Instituciones Económicas, (UPNA). Directora del Institute for Advanced Research in Business and Economics (INARBE), Universidad Pública de Navarra
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.