Estas palabras causaron algún revuelo y hubo quien las consideró ofensivas. Sin embargo, Toni Nadal no creía hacer otra cosa que relatar cómo ocurrieron los hechos. Uno puede equivocarse o no, pero ¿por qué va a resultar ofensivo que uno cuente cómo fueron las cosas? ¿Duelen las verdades, incluso cuando son, a ojos de quien habla, “verdades como puños”?
¿Hasta qué punto debemos andarnos con cuidado cuando expresamos nuestro punto de vista acerca de las cosas que nos rodean? ¿De qué depende que declaraciones en las que aparentemente solo describimos la realidad puedan resultar ofensivas? Lo primero que se nos viene a la cabeza es que la intención de quien habla es el factor determinante .
La intención de ofender, o no
Cuando alguien no tiene la intención de ofender, una aclaración debería bastar para saldar la cuestión. Sin embargo, son muchos los casos en los que esto no basta: a menudo, decir que uno no tuvo la intención de ofender funciona más como una disculpa que como una aclaración. Cuando se usan pronombres personales distintos de los que prefiere la persona a la que referimos, por ejemplo, podemos causar daño sin darnos cuenta, sin que sea nuestra intención . La persona en cuestión, y otras que nos oigan, pueden sentirse ofendidas. Y con razón.
Por otro lado, no siempre que queremos ofender a alguien lo logramos. No ofende quien quiere, sino quien puede. La intención de quien habla no parece ser el único factor involucrado.
Las consecuencias, el daño que pueden causar nuestras palabras, son otro de los factores a tener en cuenta. Pueden determinar si algo es puramente neutral, descriptivo, o potencialmente ofensivo. Cuando nuestras afirmaciones pueden herir a quienes las reciben, tendemos a considerar que no son meramente descriptivas, sino que contienen elementos evaluativos; que pueden invitar a considerar que determinadas personas son mejores o peores que otras.
Sujetos susceptibles o sujetos competentes
De nuevo, no siempre que lo que decimos resulta dañino se nos puede culpar de haber dicho algo ofensivo. Todos somos a veces particularmente susceptibles a lo que nos dicen quienes nos importan y, en ocasiones, tendemos a interpretar que las afirmaciones de los demás quieren decir más de lo que realmente dicen. Podemos resultar heridos por ello, sin que haya nada ofensivo en lo que nos dicen. El daño sufrido tampoco parece ser suficiente para zanjar la cuestión.
Por último, también afecta a nuestro juicio acerca de si algo es o no ofensivo quién sea la persona que hace la afirmación. Decir de uno mismo cuando se te cae algo “estoy atontado” es radicalmente distinto de que tu jefa te diga “estás atontado” ante la misma situación.
La no pertenencia al grupo es uno de los factores que determinan que algo nos parezca ofensivo, como muestran los estudios acerca de la reapropiación de los términos peyorativos (Gibson et al., 2019, O’dea et al., 2015, O’dea & Saucier, 2020).
Sin embargo, si lo pensamos “fríamente”, ¿por qué debería el significado de nuestras palabras estar determinado por la identidad de la persona que las pronuncia? El aprendizaje del lenguaje, el avance del conocimiento, nuestra capacidad para comunicarnos, etc., todo ello parece depender de que nuestras palabras signifiquen lo mismo en nuestra boca y en la de nuestros interlocutores.
¿Por qué debería algo ser una mera exposición de cómo son las cosas cuando yo lo digo y algo potencialmente ofensivo cuando lo dice otra persona?
El efecto de nuestras palabras
En un estudio publicado recientemente abordamos estas cuestiones experimentalmente. Hemos medido el efecto que ejercen estos tres factores (estatus del hablante, intención y daño) a la hora de considerar una misma afirmación como ofensiva o como neutral, meramente descriptiva. Quienes participaron en el estudio leyeron varias viñetas breves en las que alguien hace una afirmación y, posteriormente, evaluaron si lo que esa persona decía era ofensivo o no.
En ocasiones se mencionaba la intención, otras veces las consecuencias y, finalmente, algunas versiones de las viñetas incluían información acerca del estatus de quien habla. Encontramos que estos tres factores afectan a las consideraciones que hablantes competentes del español hacen con relación a la ofensividad de determinados casos, pero también que somos particularmente malos evaluando qué es lo que hace que juzguemos que algo es ofensivo.
Aunque los tres factores ejercen un efecto significativo en que una misma afirmación sea considerada ofensiva o solo descriptiva, el efecto del factor estatus, la identidad de quien habla, es el que más influyó en el juicio de las participantes.
Es decir, cuando la hablante de la viñeta no pertenece al grupo del que habla, quienes participaron en el estudio indicaron que lo que esa persona dice es ofensivo con más frecuencia que cuando tiene la intención de ofender, o cuando lo que dice produce daño en quienes escuchan la afirmación.
Sin embargo, cuando preguntamos en abstracto a las participantes acerca de la relevancia de los tres factores, señalaron mayoritariamente que es el factor intención el más relevante, seguido por el factor daño y por el factor estatus.
A pesar de que el factor estatus había guiado mayoritariamente sus juicios sobre la ofensividad de una afirmación en situaciones concretas, cuando pensaron en abstracto acerca de los tres factores indicaron que este factor era el menos relevante.
Nuestro estudio no apoya la posición de quienes, como Nadal, piensan que “a día de hoy no se puede decir absolutamente nada, porque desgraciadamente nos están radicalizando”. Tampoco aporta argumentos al campo de quienes creen que somos responsables de los posibles efectos de nuestras palabras.
Las conclusiones de nuestro estudio están presentadas de manera deliberadamente neutral con respecto a este debate. Está construido de manera tal que ambas partes puedan mejorar la precisión de sus creencias acerca de cómo funciona el lenguaje y decidir independientemente cómo esto debe afectar a su posición.
En otras palabras, no nos pronunciamos con respecto a si son nuestros juicios particulares, en el momento, los que muestran las disposiciones asociadas con el significado por hablantes competentes o si, por el contrario, son las reflexiones más generales las que muestran realmente cuáles deberían ser esas disposiciones.
¿El victimismo como estrategia?
Nuestros resultados fueron recibidos, sin embargo, como si estuvieran en sintonía con quienes piensan como Nadal. La psicóloga política y moral Cory Clark, quien ha afirmado recientemente que muchas personas fingen ser víctimas para obtener ciertos beneficios sociales y económicos, se hacía eco en Twitter de nuestros resultados. Presumiblemente los entendía como apoyo empírico a la idea de que hoy no se puede decir nada sin ser perseguido.
De acuerdo con esta interpretación de los resultados, el significado ofensivo está más influido por la intención del hablante que por el resto de factores. Sin embargo, en situaciones concretas evaluamos una misma afirmación como más ofensiva incluso aunque el hablante no tenga la intención de ofender. Es decir, incluso cuando alguien dice algo con la mera intención de relatar unos hechos, a veces nos ofendemos y nos sentimos víctimas.
La mención de nuestros resultados por parte de Cory Clark fue recibida con una crítica hacia el propio estudio. El estudio, argumentaban, había sido diseñado para apoyar la idea de que nuestra capacidad de expresarnos está siendo progresivamente estrangulada por los ejércitos de la cancelación.
Fortuitamente, habíamos encontrado un caso que ejemplificaba nuestra tesis: los enunciados citados por Cory Clark, expresamente diseñados para resultar neutrales, se volvían potencialmente ofensivos debido a la identidad de quien los citaba.
Teníamos que asumir, en consonancia con nuestras intuiciones iniciales, que nuestras afirmaciones podían resultar ofensivas cuando eran utilizadas por una persona con un estatus determinado.
Nuestras “verdades como puños” eran capaces de golpear, a nuestro pesar.
Manuel Almagro Holgado, Investigador en el Departamento de Filosofía I, Universidad de Granada y Neftalí Villanueva Fernández, Profesor Titular de Lógica y Filosofía de la Ciencia, Universidad de Granada
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.