El Consejo de Europa (Recomendación de 20 de octubre de 1997) define el discurso de odio como “todas aquellas expresiones que propagan, incitan, promocionan o justifican el odio racial, la xenofobia, el antisemitismo u otras formas de odio basadas en la intolerancia; incluyendo la intolerancia expresada por el nacionalismo agresivo, el etnocentrismo o la discriminación y hostilidad hacia las minorías, los migrantes y las personas de origen inmigrante”.
En normativas y recomendaciones posteriores, el alcance de la discriminación mediante discursos de odio se ha extendido al sexo, la identidad de género, la discapacidad, entre otros aspectos. Es este, pues, un asunto ya con bastante recorrido, a la vez que abierto a debates.
Convoca a muchas esferas del conocimiento: la filosofía –¿cómo se reconcilian los actos locutivos de incitación al odio con el imperativo de la libertad de expresión?–; el derecho –¿cómo se traslada la performatividad lingüística a la legislación positiva sobre derechos humanos?–; la psicología –¿qué función psíquica tienen las pulsiones de odio y de dónde salen?–.
Interesan también a la neurociencia y, por supuesto, a la lingüística, ya que cuando hablamos de estos discursos aludimos, sobre todo, a expresiones verbales y a sus reflejos en la cognición. A estas dos últimas visiones me referiré (el insulto es una forma de agresión verbal, pero eso es otra historia).
El discurso de odio tiene fuerza ilocutiva
El discurso de odio es un tipo de acto de habla, una acción intencional ejecutada mediante palabras, según decía J.L. Austin, y puede ser un estímulo que activa los sistemas sensoriales, motrices y emocionales del cerebro.
Legalmente, los discursos de odio son aquellos que incitan a mirar con rechazo a determinadas minorías, o no minorías, vulnerables. Por lo tanto, quienes afirman que ciertas imprecaciones y actos de homofobia, pongamos por caso, no guardan relación alguna con afirmaciones discriminatorias de la extrema derecha, o de cualquier persona, simplemente olvidan lo que se sabe o, acaso, desdeñan los conocimientos y reflexiones razonadas de muchas disciplinas, puesto que los discursos que tienen intención y procuran efectos son performativos, son acciones.
Empecemos entonces por mirar el asunto desde la perspectiva de los actos de habla y de su fuerza ilocutiva. El ejemplo manido de un acto con fuerza ilocutiva es que cuando una persona dice que acepta a alguien por esposo o esposa no solo emite un enunciado, sino que lleva a cabo el acto de casarse.
Hay aquí, según Austin y muchos otros, con todos los debates paralelos que vengan al caso, tres elementos composicionales:
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Un acto locutivo (el acto de emitir una secuencia lingüística con significado).
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Una fuerza ilocutiva (que corresponde a la intención del hablante de ejecutar una determinada acción cuando emite esa locución).
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Un efecto perlocutivo (lo que el acto ilocutivo produce en el oyente, si se satisfacen determinadas condiciones de adecuación).
Hay consenso entre lingüistas y filósofos en que los enunciados con fuerza ilocutiva son en bastantes casos, no en todos, performativos o realizativos. Es decir, quien ordena, quien sanciona como autoridad, pregunta para obtener información estratégica o, añadamos, quien incita a discriminar a grupos humanos con ciertas características está actuando, no simplemente hablando.
Características de los actos performativos de odio
Hay mucho debate sobre si el efecto perlocutivo es parte o no de los actos de habla, pero no hay tensiones sobre las características de los actos performativos. Tanto lingüistas como filósofos coinciden en que una característica central de los actos ilocutivos performativos es la intención de instigar acciones potenciales –por ejemplo, aceptar una propuesta que tendrá efecto legal, proceder a limpiar tu cuarto si tu madre te lo ordena, evitar ser encarcelado o evitar un atentado, si respondes a un interrogatorio, etc.–.
Como bien señala la filósofa de Cambridge Rae Langton, cuando un discurso de odio es minimizado, psicologizado, reducido a ser simple expresión de ideas impopulares o hirientes para la sensibilidad, es bueno recordar que el daño está implicado en su fuerza como acto de habla en su performatividad.
Así las cosas, cuando una persona que ostenta tanta autoridad como para ser entrevistada en espacios televisivos dice, a propósito de una acción homofóbica violenta: “Condeno toda violencia… pero la violencia tiene una causa directa en la entrada masiva de inmigrantes ilegales”, no es que sea algo disperso y tortuoso de alguien que aprovecha que el Pisuerga pasa por Valladolid para hacer un juicio de causalidad. Está llevando a cabo un acto de incitación al odio hacia los inmigrantes, a quienes, sin prueba alguna y en totum revolutum, considera “causa directa” de los actos de violencia. De todos.
Los actos verbales de odio, que pueden ser más o menos implícitos –como el anterior– o explícitos –como cuando se dice que la forma de vida de los inmigrantes provoca contagios por covid–, son asaltos a la razón, distorsiones de la lógica y la intuición, propaganda construida torticeramente, expresiones que agreden a colectivos e individuos.
Los actos de odio son contagiosos
Otra característica de los actos verbales de odio es que son dispersivos, contagiosos y emocionalmente efectivos; y suelen ser deshumanizadores: el “otro” pasa a ser una cosa. Son también ecoicos y aglutinan a los afines.
Algún neurocientífico ha diseñado experimentos para saber si las palabras podrían ser suficientes para activar “simulaciones” en los sistemas neuronales motrices, perceptuales y emocionales. Y, según sus resultados, escuchar expresiones de odio predispone nuestro cerebro a cometer actos de odio.
Todo esto es muy interesante, pero no extrapolemos ni convirtamos una correlación experimental en una relación de causalidad y en una explicación. Los discursos de odio son la emergencia de un conjunto de factores cognitivos y de socialización (seguramente con reflejos neuronales) que es difícil simplemente enumerar de manera exhaustiva.
Lo que hay que mirar y sobre lo que hay que reflexionar es sobre la disposición cognitiva a aceptar como mejores, y dar el rol de explicación, a las generalizaciones más simples, si se corresponden con nuestros estereotipos y nuestros sesgos; la influencia de los grupos sociales con los que se convive; la tendencia a no fundar nuestras generalizaciones en pruebas y en datos; la disposición a autoengañarnos si esto ratifica una creencia y la persistencia del odio en nuevos lugares de culto como son ciertos medios de comunicación y las redes sociales.
Violeta Demonte, Catedrática Emérita de Lengua española, Universidad Autónoma de Madrid
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.