No consta que se hayan constituido sociedades matriarcales. A lo largo de la historia, han predominado las estructuras sociales y políticas en las que los hombres gobernaban, actuaban y ejercían su voluntad menospreciando a sus hijas, madres y esposas (y sigue ocurriendo, por desgracia).
A pesar de todo, ha habido féminas que han sabido triunfar remando a contracorriente en un mar de mediocridades masculinas. Y ese ingente y meritorio esfuerzo las ha conducido, a trancas y barrancas, al reconocimiento de la igualdad.
No obstante, aún no se ha cerrado ese círculo en todas partes. La mujer aún sufre discriminación como si su papel único fuera el de ser la guardiana del hogar y aceptar resignadamente arraigadas y arcaicas tradiciones machistas que le impiden ser, actuar y decidir por ella misma, crecer como persona, mostrar voluntad propia.
Una vida agónica
El modelo más intransigente en las últimas décadas ha sido el de Afganistán. Los talibanes han vuelto a situar a las mujeres en el mismo lugar en el que estaban hace más de 20 años imponiéndoles de nuevo el uso del burka y taparse la cara en público y en privado.
En 1996, tras una desgarradora guerra civil, los talibanes, un grupo de fanáticos formados en las madrazas de Pakistán, lograban conquistar Kabul e imponer su integrismo.
Las mujeres afganas quedaron sometidas a su reaccionario yugo. A partir de ese momento se les exigió ir completamente ocultas tras el burka, no salir solas nunca y padecer toda suerte de injusticias y discriminaciones que hicieron que miles de ellas, viudas de guerra y sin una figura masculina que las protegiera, soportaran la más lenta y terrible de las agonías: la miseria social.
Las denuncias internacionales de las ONG de poco sirvieron. Hasta que llegó el 11-S y lo cambió todo: EE. UU. señaló al Afganistán del mulá Omar como enemigo por proteger a Bin Laden, el líder de Al-Qaeda, causante del terrible atentado contra las torres gemelas.
Washington exigió su entrega y, ante la negativa, procedió a destruir al régimen talibán desde el aire, con la ayuda de los rebeldes de la Alianza del norte y fuerzas especiales. La operación fue un éxito, y los talibanes volvieron a las cuevas de donde habían emergido. Aunque Bin Laden, refugiado en el país vecino, tardó en ser encontrado y ajusticiado, se diseñaba ya un destino distinto para un complejo país, atrasado, multiétnico y tan golpeado por la violencia.
La vuelta atrás
Desde aquel momento, hubo una intensa implicación por parte de la ONU. Fuerzas internacionales se desplegaron para pacificar el agreste territorio e instaurar un régimen liberal. Gracias a las sustanciosas ayudas aportadas lograron reconstruir parte de las escuelas y hospitales destruidos y lanzar importantes campañas de vacunación, además de subir unos puntos el nivel de vida de la población. Y, finalmente, consiguieron recuperar una parte sustancial de los derechos, de los afganos en general y de las mujeres en particular.
Cerca de veinte años más tarde, en agosto de 2021, EE. UU. decidió emprender la retirada. No pensaba que el beneficio político fuese rentable. Los talibanes habían ido recobrando el control de amplias zonas y las autoridades de Kabul, consumidas por la inoperancia y la corrupción, no eran capaces de impedir su progresión.
El mayor y único temor era que el país volviera a convertirse en una plataforma del yihadismo internacional, esta vez de la mano del Estado Islámico (EI). Por suerte, los talibanes y los integrantes del EI son antagonistas, y a los talibanes no les supuso ningún problema comprometerse a luchar contra su rival.
No obstante, la escalonada y acordada retirada fue un absoluto fracaso. Se convirtió en una huida precipitada y la quiebra total y absoluta de lo que se había logrado hasta la fecha.
Vuelven a taparse el rostro
Los talibanes avanzaron sin resistencia, sin apenas oposición. Fue un éxito sin paliativos para ellos. El régimen talibán presentó ante los medios una faz más amable. Prometió integrar a las mujeres en su nuevo emirato.
Pero la realidad ha sido bien distinta. Con el transcurso de los meses hemos visto cómo abrían escuelas para niñas para cerrarlas pocas horas después. Y, como golpe de gracia, el líder talibán, Hibatullah Akhundzada, decretó el pasado 7 de mayo que todas las mujeres deben ir con el rostro tapado en público. Incluso en privado, si se encuentran con hombres que no son de su familia. Solo quedan eximidas las niñas y las ancianas.
Quien incumpla dicha medida podrá ser encarcelada o se despedirá a sus parientes varones más cercanos, en caso de ser funcionarios. Una medida draconiana que, a la vista está, excede con mucho el supuesto delito.
Asimismo, se les aconseja que lo mejor que pueden hacer es quedarse en sus domicilios. Una invitación que se acompaña de otras restricciones como viajar o compartir el mismo espacio que los hombres en parques. Incluso se les obliga a ir a trabajar acompañadas por un tutor masculino.
Para presionar al gobierno afgano y que rectifique sus posturas, desde hace tiempo, países y organismos internacionales han impuesto restricciones económicas al emirato y se han congelado sus fondos en el extranjero. Pero, aunque esto ha debilitado aún más su economía, quien lo padece, paradójicamente, es la propia población civil, cuyo nivel de vida ha vuelto a tocar fondo.
No hay solución fácil. El fracaso internacional respecto a convertir Afganistán en un Estado con ciertas garantías ha sido absoluto. Tal vez el tiempo permita ir descifrando las causas, pero lo que está claro es que la realidad supera una vez más a la ficción.
Lo que antaño nos provocaba tanta aberración y rechazo, esta cruel discriminación y maltrato femeninos, ha regresado con la misma fuerza al punto de partida.
Igor Barrenechea Marañón, Profesor y Doctor en Historia Contemporánea, UNIR - Universidad Internacional de La Rioja and Mónica Orduña Prada, Profesora Historia del Mundo Actual. Facultad de Ciencias Sociales y Humanidades, UNIR - Universidad Internacional de La Rioja
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.