O al menos así era hasta que llegó la pandemia de covid-19 y lo cambió todo. Incluidas las manifestaciones de afecto y el contacto físico. Cuando el SARS-CoV-2 irrumpió, para prevenir y evitar contagios, se dictaron medidas restrictivas como reducir el número de participantes en reuniones sociales, evitar y minimizar el contacto físico, guardar distancia de interacción y utilizar mascarilla. De un plumazo, se acabaron los besos y los abrazos.
Como consecuencia, nuestro bienestar socioemocional se vió perturbado. Con la pandemia, las emociones desagradables inundaron nuestra vida de incertidumbre, tristeza, miedo, enfado, apatía, frustración, angustia, preocupación, desesperanza, inquietud… Y emociones agradables como la alegría, la calma o el entusiasmo se volvieron más infrecuentes.
Y no solo eso. Mantener la distancia social ha tenido consecuencias sobre nuestro cerebro. Se ha demostrado que la falta de interacción social afecta al razonamiento y a la memoria, a la vez que reduce la conectividad de la materia blanca y la materia gris del cerebro.
Ahora que se anuncia una nueva Estrategia de vigilancia y control frente a la enfermedad que aligera esas medidas restrictivas de interacción, puede ser buen momento para tomar conciencia de la trascendencia que el contacto físico tiene en nuestra salud mental, física y social.
“Hambre de piel”
En los dos últimos años hemos vivido dolorosas situaciones como hospitalizaciones, aislamiento social, muertes en soledad de seres queridos, duelos sin abrazos. Pero también falta de encuentros familiares y amistosos.
Estas circunstancias han propiciado que todos, en alguna medida, hayamos experimentado lo que se etiqueta como “hambre de piel”, que no es otra cosa que la necesidad de contacto físico interpersonal. Incluso hemos sufrido sentimientos de carencia afectiva y episodios puntuales de soledad no deseada, emocional y social.
Además, la pandemia ha pasado factura al bienestar mental y ha tenido un importante impacto psicológico en toda la población. Ha crecido, dicen las estadísticas, el porcentaje de población que experimentó sensación de estar decaído o deprimido, con problemas para dormir y con poco interés o alegría por hacer las cosas. Simultáneamente, se han disparado la ansiedad, el estrés y las conductas suicidas.
El contacto físico y el cuarteto de la felicidad
El contacto físico es vital desde que nacemos (contacto piel con piel con la madre) hasta el día en que morimos (abrazo de despedida, caricias…). Las personas tenemos la capacidad de enviar, recibir e interpretar señales emocionales a través del tacto.
Necesitamos tocarnos, porque es un modo excelente de dar y recibir afectos de forma reciproca. No nos referimos a conductas sensuales o sexuales, sino a las que se producen en las relaciones con personas de la red social de convivencia, en las relaciones interpersonales cotidianas.
Durante la pandemia de covid-19, la mayoría de las personas se han visto privadas de los apretones de manos, los abrazos amistosos o las palmadas en la espalda, lo que puede provocar sentimientos de aislamiento y exclusión. Y se han sustituido por chocarse los codos o los puños, ponerse la mano en el corazón o juntar las palmas de la mano del saludo indio (namasté). Que, evidentemente, no tienen el mismo impacto emocional.
Y es que cada vez hay mayor evidencia de los efectos beneficiosos del tacto en distintos aspectos:
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Físicos: reduce el cortisol –la hormona del estrés–, nos relaja, mejora el sueño, mejora la respuesta inmune, aminora el dolor, calma la frecuencia cardíaca y disminuye la presión arterial, entre otros beneficios.
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Emocionales: produce placer, reconforta, anima, consuela, genera alegría y fortalece la autoestima. También disminuye la ansiedad, la tristeza y el miedo.
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Sociales: enriquece la comunicación interpersonal, favorece la empatía y las conductas prosociales, propicia la expresión de afectos, consolida lazos sociales y genera buen clima.
Biológicamente, estos beneficios tienen que ver con la producción de ciertas hormonas y neurotransmisores a las que se denomina “el cuarteto de la felicidad”. A saber: la endorfina (analgésico natural), la serotonina (estado de ánimo), la dopamina (mediadora del placer) y, especialmente, la oxitocina (hormona del amor, del abrazo y de los vínculos).
Tal es el provecho de los abrazos que reconfortan también los “abrazos altruistas” de personas desconocidas, como puede apreciarse en los abrazos a ucranianos por parte de voluntarios. De hecho es la base de la iniciativa solidaria de “Abrazos Gratis” (Free Hugs)
El espacio virtual no es equiparable con el encuentro físico
Aunque paralelamente a las restricciones directas y presenciales se ha producido un remarcable incremento de las ciberrelaciones y de los vínculos online, de momento el espacio virtual no es comparable con la presencia física.
La tecnología y la realidad virtual avanzan con humanoides, avatares, y la inmersividad en tres dimensiones, por lo que será preciso estar atentos a lo que nos depare el metaverso.
Entretanto, con la relajación de las restricciones de interacción que se anuncian en España a partir del día 19 de abril, tendremos oportunidad de recuperar el contacto físico perdido. Es cierto que, a raíz de lo vivido, algunas personas tienen todavía reparos a salir de casa y socializar, lo que se ha etiquetado como “síndrome de la cabaña”. Incluso hay quienes han desarrollado miedo irracional o fobia a ser tocados (hafefobia).
Por suerte, parece que la mayoría hemos salido “ilesos” en este sentido y estamos deseando socializar con nuestra gente.
Sería estupendo si, tras la crisis vivida y habiendo tomado conciencia de la importancia que el contacto físico tiene en nuestro bienestar, ponemos especial cuidado en apreciar, saborear y agradecer estas manifestaciones. Si, desde ahora, nos tocamos siendo conscientes de lo beneficioso que es para la salud un abrazo sentido, un cálido apretón de manos, unos cariñosos besos o una leve caricia.
Más nos vale no dejar para mañana los abrazos, besos y caricias que podamos dar o recibir hoy.
Inés Monjas Casares, Profesora colaboradora honorífica en el Departamento de Psicología e investigadora sobre Psicología de la Educación., Universidad de Valladolid
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.