Acababa de producirse una fulguración solar. Es decir, una súbita emisión de radiación electromagnética y partículas energéticas localizada en una pequeña región de la atmósfera solar. Una región donde, además, el campo magnético es especialmente fuerte y complejo.
En muchas ocasiones, una fulguración solar precede un evento mucho más impactante. El mismo campo magnético que generó tal fulguración se retuerce bajo la superficie del Sol, arrastrando enormes cantidades de plasma solar fuera de la misma y, como si de un cañón se tratase, lanzándolas a gran velocidad hacia el espacio. Hablamos entonces de una eyección de masa coronal. A diferencia de la radiación proveniente de una fulguración (que alcanza la Tierra a la velocidad de la luz, alrededor de 8 minutos), las eyecciones de masa coronal las componen partículas cargadas moviéndose a cierta velocidad. Esto implica que pueden tardar entre unas horas a varios días en llegar a la órbita terrestre.
Y así acabó siendo. Distintas fulguraciones de intensidad moderada continuaron sucediéndose durante la semana pasada hasta que, el pasado 15 de julio, una de ellas fue acompañada de una espectacular eyección. Eso sí, con una particularidad: esta vez, se dirige hacia nuestro planeta. Y esperamos ser alcanzados por ella el próximo 21 de julio.
La historia se repite
No es la primera vez que nos vemos en estas. Aunque a día de hoy la física de estos fenómenos no se conoce en profundidad, sí tenemos la certeza de que su naturaleza es principalmente magnética. Y también de que su ocurrencia no es fortuita: cada 11 años aproximadamente, nuestro Sol experimenta unos períodos de alta actividad magnética (denominados máximos solares).
Durante estos máximos, la frecuencia de estos eventos es especialmente alta. Y ahora mismo estamos entrando en el máximo del actual ciclo, cuyo pico de actividad se espera alcanzar a lo largo del año 2024.
El alcance de una eyección de masa coronal suele estar acompañado de llamativas auroras polares. Sin embargo, los efectos con alcance más global se dan cuando esta interactúa con la llamada magnetosfera terrestre: una suerte de burbuja protectora que envuelve la Tierra, en la que la intensidad del campo magnético terrestre es capaz de desviar las partículas cargadas liberadas por el Sol (el viento solar). Esto permite –entre otras cosas– que la Tierra conserve su atmósfera.
Al contacto con una eyección, la magnetosfera se comprime e interacciona con ella, modificando su estructura. Las rápidas variaciones del campo magnético terrestre producen corrientes eléctricas inducidas allá donde existen cargas eléctricas libres (como la ionosfera, una de las capas de nuestra atmósfera). Esto genera a su vez campos magnéticos más complejos que se suman al propio campo magnético terrestre.
Esta perturbación caótica del campo magnético se denomina tormenta geomagnética. Y puede, a su vez, producir perturbaciones en las comunicaciones por radio y por satélite. En los casos más extremos, hasta cortes de luz.
¿Habrá cortes de luz y problemas en las comunicaciones?
Por el momento, el mayor nivel de alerta publicado por los distintos servicios de observación y predicción del clima espacial (como el del NOAA, Space Weather o SOHO) es G1. Este nivel de alerta corresponde a tormentas geomagnéticas menores, con posibles pequeñas fluctuaciones en la red eléctrica e impacto reducido en las operaciones satelitales. No deberíamos preocuparnos, ¿verdad?
Lo cierto es que esto podría no haber sido así. En septiembre de 1859, una tormenta geomagnética causada por una eyección de masa coronal provocó el fallo de las redes telegráficas de Europa y Norteamérica. Las corrientes eléctricas inducidas en los cables alcanzaron una intensidad tal que llegaron a provocar incendios en los receptores. Se dieron incluso casos de electrocución por parte de operadores telegráficos. Se le denominó evento Carrington, por el astrónomo que observó la fulguración, Richard Carrington.
Por aquel entonces nos salvó nuestra limitada dependencia de los sistemas electrónicos. Hoy en día no tendríamos tanta suerte: nuestra sociedad hipertecnificada mantiene una fe ciega en la resiliencia de las redes de comunicación de las que dependen nuestros teléfonos móviles y ordenadores, algo que no se podría asegurar en un evento de tal magnitud.
Por ahora, los distintos intentos llevados a cabo por los Estados para abordar este tipo de amenazas han sido tímidos, descoordinados y basados en generalidades. Nuestra situación ahora mismo es de clara vulnerabilidad. Y aunque la frecuencia de estos fenómenos no se espera que deje de incrementarse en los próximos años, aún nos parece un problema demasiado ajeno.
La pregunta que cabe hacerse ahora es, ¿tendremos tiempo de cambiar de parecer antes del próximo evento Carrington?
Gonzalo José Carracedo Carballal, Estudiante de Doctorado en Astrofísica, Centro de Astrobiología (INTA-CSIC) y David Montes, Profesor Titular de Universidad, Universidad Complutense de Madrid
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.