Solo por poner un ejemplo relativamente reciente, la estrategia De la granja a la mesa (Farm to Fork) de la Unión Europea, aprobada en mayo de 2020, incluye dos actuaciones específicas, de un total de 27, sobre el desperdicio alimentario. ¿Está justificado este interés por parte de los responsables políticos? ¿Es realmente un problema que debiera preocupar a la sociedad?
¿Qué es el desperdicio alimentario?
Para tratar de responder, intentaremos en primer lugar de definir qué se entiende por desperdicio alimentario y por qué se genera. No está siendo fácil llegar a una definición de consenso, ya que las perspectivas desde las que se enfoca el problema son diferentes.
La FAO lo contempla en el marco de la seguridad alimentaria. Dicho en otras palabras, y simplificando bastante, contrapone desperdicio a malnutrición y a la dificultad de acceso a los alimentos por parte de sectores importantes de la población.
Desde una perspectiva de países desarrollados, se asocia el desperdicio de alimentos a un despilfarro de los recursos necesarios para generarlos.
Estas dos visiones son complementarias. Las estrategias que se puedan diseñar para disminuir el desperdicio deberían contemplar tanto el despilfarro de recursos escasos como la seguridad alimentaria de la población más vulnerable.
¿Por qué existe el desperdicio de alimentos?
El despilfarro no es sino una consecuencia de cómo están configurados los sistemas alimentarios. Por decirlo en un lenguaje que todo el mundo puede entender: el despilfarro forma parte de los denominados efectos colaterales de los sistemas alimentarios actuales.
La competitividad en el sistema alimentario ha generado en las economías desarrolladas una gran variedad de alimentos a unos precios que se han mantenido bastante estables en términos reales en los últimos años. Pero, ¿cuál es el coste, que normalmente pasa desapercibido, de este relativo éxito para la sociedad?
Es complicado ser muy preciso ya que existen numerosos estudios dedicados a cuantificar el desperdicio con resultados muy heterogéneos. El rango abarca desde los 43 kg per cápita de Japón hasta los 415 kg per cápita de Estados Unidos. En España, el Gobierno da una cifra de 176 Kg per cápita para 2019.
Pero no hagamos mucho caso al valor absoluto, al igual que con la cifra de la FAO, ya que tanto los métodos como lo que se considera desperdicio varía de un estudio a otro. Justamente una de las dos actuaciones de la estrategia De la granja a la mesa consiste en cuantificar el desperdicio, aunque da libertad a los países para elegir la metodología.
Debería primar la simplicidad frente al rigor. No se trata de cuantificar con exactitud, si no de que sea fácil (en base a estadísticas ya existentes o que requieran pocas modificaciones). Lo que interesa es la evolución. Los objetivos de desperdicio siempre se refieren a porcentaje de reducción.
¿Cuánto cuesta a la sociedad?
Según diversas fuentes, la producción de productos agrícolas y ganaderos ocupa un 37 % de la superficie terrestre, consume el 70 % del agua disponible y genera alrededor del 25 % de las emisiones de gases efecto invernadero.
Si una tercera parte de dichos productos no acaban siendo ingeridos por la población, significa que estamos ocupando un 12 % de la superficie terrestre (equivalente a la extensión de Canadá e India conjuntamente) para no producir nada. Estamos tirando un 23 % del agua disponible (3,6 veces el consumo de agua en EE. UU. en un año) y estamos generando un 8 % de los gases efecto invernadero (sería el tercer emisor después de EE. UU. y China), con sus consecuencias para el cambio climático, también para nada.
Si añadimos el componente de seguridad alimentaria, reducir el desperdicio alimentario en un 25 % permitiría erradicar la malnutrición en el mundo, que afecta a 900 millones de personas.
Vista la magnitud del problema, las dos últimas preguntas que nos hacemos son: ¿quién es responsable? y ¿qué podemos hacer para prevenir y reducir el desperdicio alimentario?
¿Quién es responsable?
Cada eslabón de la cadena minimiza su responsabilidad y siempre mira al eslabón que tiene por encima o por debajo. Pero, en realidad, todos somos solidariamente responsables.
Lo que sí es cierto es que la totalidad de los trabajos se refieren al consumidor final como el principal responsable (entre el 40 % y el 50 % del desperdicio generado, dependiendo del estudio), pero todos tenemos parte de responsabilidad. Que no generemos mucho desperdicio no implica que nuestras estrategias empresariales no estén produciendo desperdicio a nuestros proveedores o a nuestros clientes.
Por tanto, cualquier solución al problema requiere estrategias conjuntas que deben ser consensuadas y adoptadas por toda la cadena. Esta es quizás una de las principales limitaciones de las actuaciones que se han desarrollado hasta la fecha, muy ligadas a las estrategias de responsabilidad social corporativa de una empresa específica (ya sea de producción, comercialización o transformación).
Que los consumidores sean los máximos responsables del desperdicio, a mi juicio, tiene que ver con el escaso valor que la sociedad concede a la alimentación. No se valora en su justa medida el esfuerzo de muchas personas para que un producto esté en nuestra mesa.
¿Qué podemos hacer?
Los precios relativos de los alimentos son muy bajos y tirarlos supone un porcentaje mínimo del gasto de las familias. En este sentido, el diseño de políticas de educación encaminadas a incrementar el valor de los alimentos podría contribuir significativamente a prevenir el desperdicio.
En todo caso, las medidas para reducir y prevenir el desperdicio alimentario deberían respetar la siguiente escala de prioridades:
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En primer lugar, los sistemas deberían de autorregularse mejor con el fin de ajustar oferta y demanda.
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Si esto no es posible, entran en juego las políticas de redistribución tratando de repartir los excedentes entre la población más vulnerable (papel que de forma ejemplar están desarrollando los bancos de alimentos).
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Si aun así se genera un exceso de oferta, se debería apostar por la promoción de soluciones tecnológicas dirigidas a la revalorización de los residuos (por ejemplo, extracción de nutrientes para enriquecer de forma natural otros alimentos).
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Finalmente, si esto no es posible, podrían introducirse los alimentos despilfarrados en un ciclo más largo a través de su utilización en los piensos de los animales para convertirlos después en leche, carne o huevos.
Decimos “finalmente” porque la utilización de alimentos no consumidos por la población para la generación de compost o bioenergía se sigue considerando desperdicio. El alimento no se utiliza para el fin para el que se ha producido, que es satisfacer las necesidades de la población, idea con la que comenzaba este artículo.
José María Gil Roig, DIRECTOR CREADA-UPC-IRTA, Universitat Politècnica de Catalunya - BarcelonaTech
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.